Acoger a Dios
Jesús apareció en Galilea cuando el pueblo judío vivía una profunda crisis religiosa.
Llevaban mucho tiempo sintiendo la lejanía de Dios. Los cielos estaban
«cerrados». Una especie de muro invisible parecía impedir la
comunicación de Dios con su pueblo. Nadie era capaz de escuchar su voz.
Ya no había profetas. Nadie hablaba impulsado por su Espíritu.
Lo más duro era esa sensación de que Dios los había olvidado.
Ya no le preocupaban los problemas de Israel. ¿Por qué permanecía
oculto? ¿Por qué estaba tan lejos? Seguramente muchos recordaban la
ardiente oración de un antiguo profeta que rezaba así a Dios: «Ojalá
rasgaras el cielo y bajases».
Los primeros que escucharon el evangelio de Marcos tuvieron que
quedar sorprendidos. Según su relato, al salir de las aguas del Jordán,
después de ser bautizado, Jesús «vio rasgarse el cielo» y experimentó
que «el Espíritu de Dios bajaba sobre él». Por fin era posible el
encuentro con Dios. Sobre la tierra caminaba un hombre lleno del Espíritu de Dios. Se llamaba Jesús y venía de Nazaret.