sábado, 28 de enero de 2012

Conversión, camino escabroso o aventura fascinante


Severino LÁZARO PÉREZ, SJ* (Sacado de pastoralsj)

Del año de mi vida que pasé en Gijón guardo grabada en mi retina una estampa que contemplé varias veces. A menudo, me iba en bici hasta el puerto del Musel para ver atracar a esos grandes barcos de carga que hasta él llegaban. Me llamaba siempre la atención la maniobra que todos ellos tenían que realizar hasta lograr entrar en el puerto. Estando todavía muy lejanos, uno veía cómo esa gran mole que se deslizaba sobre el agua empezaba a girar muy lentamente hasta alcanzar el ángulo idóneo para atracar pegado al muelle, desde donde se haría la posterior descarga. Se trataba de un proceso lento y complejo, qué duda cabe, pero que al final lograba su objetivo.

    Diría que cuando nos referimos a la conversión, hablamos de un proceso que tiene esas mismas características. Al igual que esos grandes barcos, nosotros también avanzamos en el mar de la vida con no poca carga a la espalda de acontecimientos vividos, de personas conocidas, de sentimientos encontrados, de deseos frustrados o soñados, de heridas abiertas sin cicatrizar... Toda esta diversidad de fuerzas que operan en nuestro fuero interno exige prudencia a la hora de pensar en un posible giro o cambio de dirección. Es verdad que siempre han existido caminos de conversión repentinos y drásticos, y el santoral cristiano nos ofrece unos cuantos ejemplos; pero hora es ya de que valoremos también los desajustes y frustraciones personales que muchos procesos de cambio han ocasionado por falta de una sana prudencia y discernimiento. La psicología en los últimos años nos viene alertando de que los cambios en el ser humano son pocos, y que éstos, además, se producen muy poco a poco1. Hay que medir el peso de la carga que llevamos a la espalda, sopesar las fuerzas contrarias que actuarían en caso de cambiar de dirección, e impedir por todos los medios que el ímpetu de una rápida o extraña maniobra impulsiva pueda ocasionar un desplazamiento en la carga que llevamos, con nefastas consecuencias para nuestra vida y para nuestra fe.
    A la complejidad y lentitud que ya de por sí tiene todo cambio o proceso de conversión se le añaden, en nuestro momento actual, dos elementos coyunturales de no poca importancia.
    El avance del universo postmoderno sobre el que se asienta nuestra vida y la de nuestras ciudades hace ya tiempo que dejó atrás el imaginario social al que siempre estuvo vinculado la palabra conversión. Es evidente que en nuestros días no cotizan en bolsa valores como el esfuerzo, la entrega, el sacrificio, el tesón o la fuerza de voluntad; nos cuesta mucho vincularnos a todo lo que tenga que ver con procesos largos y complicados que exigen renuncia personal y espera de largo calado; así como lo relacionado con apuestas por un camino único y para toda la vida. Arrancado de su suelo natural, el «cambio radical», al que siempre fue asociada la palabra conversión, ha quedado reducido en nuestros días al milagro estético popularizado por el programa que con ese mismo título ha emitido una cadena de televisión de nuestro país, o a la suma de elecciones sucesivas y esclavizantes a que nos aboca nuestra sociedad consumista, tan magníficamente descrita por Mark Renton, el protagonista de la película Trainspotting, cuando en el monólogo final decide cambiar de vida después de haber dado el palo a sus amigos quedándose con el botín de diez mil libras2.
    El segundo dato tiene que ver con la expresión «yo no me arrepiento de nada», que tantas veces oímos pronunciar y que vendría a ser una especie de coraza que nos protege contra toda posibilidad de cambio. En un rápido repaso por la red, compruebo que dicha frase la afirman, entre otros, Michael Schumacher en una entrevista que le hacían con ocasión de la entrega del premio «Príncipe de Asturias» de este año; la ganadora de la última edición del programa «Gran Hermano», Marianela Mirra, a pesar de la acusación que le hacen de deslealtad con uno de sus competidores; «Cicciolina», la famosa y provocadora ex-diputada italiana... En fin, arrepentirse no está de moda: corresponde a tiempos pasados que hay que dejar en el olvido. Funciona en este asunto, como tantas veces, la ley del péndulo; y si pasamos siglos de la historia bajo el yugo de una culpabilidad «religiosa» paralizante y destructiva para el crecimiento personal, iguales consecuencias se derivarán de esta moda de no arrepentirse de nada. Con el agua sucia de la palangana se tira nuevamente al niño que hay dentro de ella, olvidando que no todo sentimiento de culpabilidad es malo, sino que hay una sana culpabilidad que puede mover «…a la transformación y al cambio»3.
    Y no obstante todas estas dificultades y complejidades que rodean al término «conversión», estoy convencido de que tanto la religión cristiana como la espiritualidad ignaciana en la que vivo la Buena Noticia del Evangelio encuentran en esta palabra el núcleo y punto de partida para un verdadero seguimiento de Jesús.
    Con el ánimo de establecer claridad y despertar entusiasmo en torno al «oficio de convertirse», intentaremos acercarnos a alguno de los elementos clave que lo definen y caracterizan. Quiero dejar claro que, más que hacer una descripción exhaustiva de cada uno de ellos, lo que pretendo es devolverles a su contexto y significado original, ese que, con el tiempo, perdieron por el camino, llegando a tergiversar el sentido de la conversión cristiana.

1.    De la conversión anunciada por Juan Bautista     al Reinado de Dios experimentado por Jesús

Toda percepción que los seres humanos podemos alcanzar de lo divino siempre es limitada y parcial. Ni siquiera Juan, del que Jesús quizá dijo que no había habido hombre nacido de mujer más grande en la tierra (Mt 11,11), se libró de la finitud que envuelve nuestra condición. Juan, el más grande de los profetas, participó también de la expectación que por entonces había en relación a la venida de un Mesías que pusiera fin a la situación de pecado y perdición en que se hallaba el pueblo judío, tanto a nivel político, bajo el rodillo del imperio romano, como a nivel religioso, con un legalismo elitista y opresor de tantas y tantas personas que, siendo consideradas impuras, quedaban fuera de la órbita de amparo del templo y hasta de Dios.
    Juan quiso romper con esa inercia autodestructiva que el pueblo judío arrastraba desde hacía siglos y, conocedor de la historia de los suyos, entendió que el cambio sólo podía surgir de una vuelta a los orígenes. El desierto, ámbito primero en el que Israel se forjó como un pueblo, se erigía nuevamente en el lugar y espacio aptos para este nuevo comienzo; el bautismo a las orillas del Jordán pasaba a ser ese rito de tránsito o pasaje que marcaría el nacimiento del nuevo pueblo de Dios. Este nuevo comienzo requería de los judíos que quisieran recibirlo una seria toma de conciencia de su infidelidad y unos frutos de conversión, y Juan no reparó en medios para lograr esa actitud de arrepentimiento y enmienda en la gente. Por lo que parece, su estrategia, aparte de ser creativa, tuvo no poco éxito, pues de Jerusalén y de toda Judea acudían a escucharlo y a ser bautizados por él (Mc 1,5). El mismo Jesús se puso como uno más en la cola de la gente que esperaba a ser bautizada por Juan (Mc 1,9).
    ¿Qué papel jugaba Dios en todo este proceso de conversión anunciado por Juan? ¿Qué imagen de lo divino subyacía a su estrategia catequética? El Dios anunciado por Juan es un Dios juez que con su juicio purificador llevará adelante la obra salvífica. Ésta, en su estadio final, tendrá como recompensa la paz perpetua, pero le antecederá, y en ello pone toda su carga el mensaje joánico, un Dios juez que talará aquellos árboles que no den fruto y separará la paja del grano (Mt 3,10-12).
    ¿Qué novedad presenta la predicación que Jesús lleva a cabo de la conversión? En realidad, podríamos decir que con Jesús cambia el escenario de la proclamación. Éste ya no es el desierto, sino las casas, plazas, calles, cruces de caminos, sinagogas y templos de las aldeas de Judea y de Jerusalén donde la gente desarrolla su vida. Un elemento, en este sentido, cobra especial protagonismo: mientras que en el caso de Juan es la gente la que acude a escucharle al desierto, en el caso de Jesús es Él el que sale al encuentro de la gente. El ámbito gozoso de los banquetes y comidas en los que participa sustituye la rígida austeridad que acompañaba a la predicación joánica. Y por si todos estos datos fueran pocos, lo verdaderamente distinto es el contenido de su predicación. El protagonismo ya no lo tiene la conversión como tal, sino una nueva expresión: «Reino de Dios». No es la conversión la que causa el Reino, sino que aquélla pasa a ser un efecto de éste.
    ¿Qué es, pues, lo que esconde la expresión «Reino de Dios»?4 Es quizá uno de los elementos más difíciles de descifrar; pero observando el protagonismo que cobró en la vida de Jesús, hemos de concluir que no se trata sólo de una nueva idea o cambio en la percepción que él pudo tener de Dios, sino de una profunda experiencia personal, la más íntima que una persona puede vivir en relación con la divinidad. Reino de Dios vendría a ser, bajo esta perspectiva, el acontecer o devenir salvífico de Dios que Jesús experimenta en su vida. La acción salvadora y dinámica de un Dios que actúa en el interior de las personas de forma creadora y salvífica. Lógicamente, este mensaje salvífico necesita de la colaboración humana, pero ésta ya no hay que entenderla bajo la clave de un esfuerzo personal de superación humana, sino de acogida de una realidad viva y operante, llamada «Dios», que previamente se me viene encima.
    Supuesta esta base, se entiende que el anuncio o predicación de Jesús cambie de estrategia y que ya no opere tanto desde la crítica y la amenaza de un juicio devastador cuanto desde la provocación o persuasión (parábolas) y la misericordia (milagros). Todo se juega en la apertura de los hombres a esta irrupción salvífica de un Dios empeñado en desatar dentro de ellos su soberanía o dinámica liberadora.
    Si hiciéramos un ejercicio de autoevaluación a nivel cristiano, tanto en el plano personal como en el eclesial, tendríamos que decir que la conversión que se nos anunció siempre y la que una y otra vez intentamos vivir fue, desgraciadamente, la de Juan el Bautista. Pero ¿qué atractivo puede tener un proceso de conversión que tiene como punto de partida la crítica y la denuncia, y como punto de llegada un juicio de talante más condenatorio que salvador? ¿Y hasta dónde puede llegar, en el plano espiritual y vital, un esfuerzo de transformación y de cambio que parta del ser humano y que esté alentado por la sombra y amenaza de un Dios juez? Una y otra vez comprobamos que todo lo que son simples propósitos de cambio, por muy honestos que sean, se los acaba llevando el viento, y que el miedo o la amenaza, aunque a la corta sean un elemento dinamizador de conversión, a la larga son un cáncer que paraliza y mata la vida y la fe que Dios nos regala.
    Por el contrario, la novedad de una conversión que parta de la oferta salvífica primera e irreversible de un Dios que quiere hospedarse en el interior de toda persona, siempre será esperanzadora y mantendrá su atractivo, incluso en estos tiempos en que Dios se ha vuelto un extraño en nuestra propia casa. Y los frutos de un proceso de conversión que tiene en su origen la acción de lo divino siempre estarán garantizados, incluso en aquellas personas que, social y moralmente hablando, podríamos tachar de «irreversibles».

2.    Una conversión accesible     a cualquier situación y circunstancia de mi vida

Si hay una verdad que recorra todas las páginas de la Biblia, es el empeño de Dios por traer la salvación a este mundo. Sin embargo, lo verdaderamente curioso es el camino que escoge para mostrárnoslo. Como Dios que es, y siguiendo las leyes humanas de la historia, podría haber escogido para ello hechos y signos portentosos, haberse rodeado de gloriosos ejércitos al estilo de los grandes imperios y, sin dar ningún respiro a sus enemigos, haber impuesto su voluntad con el coste humano que hubiera sido necesario. Pero no: Dios no escogió ese camino, sino que prefirió el camino de lo insignificante y lo pequeño. Pequeño e insignificante fue en su tiempo el pueblo de Israel en medio de los grandes imperios egipcio, asirio, babilónico o romano; pequeña, insignificante y hasta contraria a lo que se esperaría de Dios es la historia de las personas que Éste elige como ascendientes de su hijo Jesús (Mt 1,1-17); pequeña e insignificante fue la aldea de Nazaret en la que Jesús vivió y trabajó como un campesino más de su tiempo durante treinta años de su vida; y pequeño e insignificante fue el mismo testimonio de la vida pública de Jesús, donde cualquier espejismo de esperanza mesiánica triunfante asociada a su persona quedó sepultado en el fracaso de su muerte en cruz.
    ¿Qué queremos decir con todo esto? Que lo divino en su manifestación histórica, tal como nos lo transmite la revelación bíblica, participa del convencimiento de que sólo se salva aquello que se asume; y así, salvar la historia humana le exigiría a Dios no sólo acompañar la historia de fracasos y clamores de su pueblo elegido, sino que, llegado el momento, habría de asumir en la persona de su hijo, hecho hombre, todas las situaciones de fracaso, soledad, marginación, sufrimiento y muerte por las que pudiera pasar cualquier ser humano (Heb 5,7-9).
    La ambigüedad y poco brillo con que este proyecto salvífico pudiera aparecer en el pasado o en el rabioso presente de muchas fases de nuestra vida, al tomar el camino largo y el ritmo lento de crecimiento que acompaña a lo histórico y lo humano, no puede ocultarnos, sin embargo, la verdad incuestionable que lo atraviesa de principio a fin: la verdad de que todo lo creado, en su finitud, está preñado de la presencia creadora y salvadora de un Dios que nunca abandona la obra de su creación.
    ¿Qué consecuencias se derivan de este misterio de la encarnación que Dios eligió para el asunto de la conversión y su viabilidad en nuestra vida concreta? Una muy clara: si todo lo creado está preñado de una presencia creadora y salvadora de carácter divino, todo lo humano es educable y reformable, por más desestructurado que aparezca ante nuestros ojos. A los ojos de Jesús, todas las personas son susceptibles de vivir un proceso de conversión. Este principio, así descrito, es la clave de su praxis. Lo que hacía de Jesús alguien distinto y fascinante era la forma en que se acercaba a las personas y la fe que ponía en ellas. Jesús está convencido de que todas las situaciones humanas por las que atraviesa una persona, por muy contrarias y alejadas que puedan estar de la dinámica en la que Dios quiere que se desarrolle, son convertibles y educables. Basta con que se abran a la acción de la divinidad que permanece escondida en ellas. La fe que Jesús ponía en todas las personas, sobre todo en las más marginadas de su tiempo, era la que les incitaba a enfrentar y confrontar sus parálisis, sus cojeras o su vida torcida; la que les llevaba a cambiar de rumbo, a convertirse.
    Llegados a este punto, y mirando a nuestro alrededor, una cierta inercia «pagana» alejada de este principio salvífico cristiano parece guiar el devenir religioso de mucha gente joven y no tan joven. Cuando uno habla con ellos, parecería que ven a Dios como alguien inaccesible y que llegan a esa conclusión por el simple hecho de que hace mucho tiempo que no van a misa, o no se confiesan o no comulgan, o no han observado tal o cual mandamiento... En todos ellos, junto a la pereza y la lejanía de Dios por la que atraviesan, me parece percibir un muro invisible mayor, a cuya construcción la iglesia ha contribuido no poco. La mucha o poca iniciación religiosa que podemos haber recibido siempre nos dijo que la clave de nuestra relación con Dios estaba en el ámbito de los comportamientos. Resultado de este proceso iniciático: el lograr que mucha gente, a muy temprana edad, se sienta ya definitivamente alejada de Dios; que otros muchos relacionen su vivencia de la religión con un pozo sin fondo de culpabilidad malsana sin salvación posible; y que otros, finalmente, aludan a su camino de fe como el resultado de un esfuerzo titánico de carácter personal que Dios recompensará.
    Es cierto que nuestros comportamientos contribuyen a un progresivo acercamiento o alejamiento de Dios, de los demás e incluso de nosotros mismos en aquello que estamos llamados a ser. Pero que éstos pasen a ser el criterio último que determine el grado de nuestra relación con Dios es un tremendo error, como aparece en la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). El evangelio, por el contrario, pone de manifiesto una y otra vez que no hay lugar, espacio o estado de perdición en el que una persona se encuentre y desde el que no pueda volver a Dios de forma inmediata. Ejemplos como el del hijo pródigo, la pecadora, Zaqueo o el buen ladrón ponen de manifiesto que la mirada de Jesús, siguiendo la de Dios, va mucho más allá de los comportamientos de la gente. Nuestros comportamientos son los que son; y una vez llevados a cabo, no podemos hacer nada por cambiarlos. Pero a Dios no le importa tanto nuestra lista de pecados cometidos en el pasado (de ésta se olvida Dios inmediatamente) cuanto la forma en que podemos abrirnos a su salvación en el presente.
    Pues bien, una iniciación religiosa incapaz de trascender el plano de los comportamientos para hacer balance de su avance o retroceso en el camino de la fe, representará siempre un obstáculo para la conversión que Dios espera de nosotros. La conversión en un proceso de crecimiento marcado por los comportamientos se cotizará siempre a la alta, quedando reservada, si acaso, a una minoría de superhombres o santos, en cuya lista, como cristiano o persona de a pie nunca me encontraré. Y, claro, sin posibilidad de éxito en esos pequeños intentos de conversión ensayados, acabaremos pasando de la religión y pensando que esto del cristianismo es cosa de curas y monjas y no de personas normales como yo.
    ¿De qué se olvida un proceso de crecimiento en la fe basado en los comportamientos? De ese Dios encarnado y con un proyecto de salvación universal de que hablábamos antes y que antecede a toda iniciativa nuestra de cambio o conversión. Por eso estoy convencido de que a nuestra religión le hace falta abrirse a ese camino único y personal que, como dijera el poeta, Dios tiene pensado para cada uno de nosotros. Estoy convencido de que a nuestra religión le hace falta pregonar en los templos y en las plazas que Dios, en su voluntad salvífica, es alguien accesible e inmediato a cualquier persona, se encuentre ésta en la situación vital y moral en que se encuentre. Sólo en ese encuentro personal y misterioso descubrirá cada uno el modo de iniciar un proceso de conversión para «de bien en mejor» ir avanzando en lo que Dios quiera de él. Será el encuentro personal y misterioso de cada uno con ese Dios el que desate dentro de nosotros el deseo de conversión, no como una penitencia ni como un camino tortuoso, sino como una aventura apasionante.

3.    La conversión: herramienta para ayudar a formar     y mantener viva nuestra capacidad de servicio a los demás

Habiendo dejado claro que es Dios el que tiene la iniciativa en todo proceso de conversión, y que nuestra colaboración en ellos no es más que repuesta agradecida a su gracia y amor, queremos preguntarnos finalmente por la dirección en la que tienen que apuntar y la meta que tienen que alcanzar todos los procesos que quieran ser auténticamente cristianos.
    En este sentido, diría que son tres los malentendidos a los que siempre ha ido asociada la palabra conversión. Por influencia del modelo que vivieron los padres del desierto primero, y la vida monástica después, en el imaginario cristiano siempre ha quedado la idea de que, de alguna manera, la conversión exigía tres cosas: a) una ruptura mayor o menor con el mundo; b) con un carácter definitivo; y c) con un camino por delante, a recorrer en solitario, de mayor servicio y alabanza a Dios nuestro Señor. ¿Qué decir de dicha forma de concebir la conversión cristiana? Si somos fieles al camino que seguimos en este artículo, la verdad o falsedad de dicha interpretación resultará de la confrontación de cada uno de esos tres elementos con el principio de la encarnación en el que estamos intentando alumbrar de forma nueva este concepto viejo. Repasemos desde esta clave cada uno de ellos.
–    Conversión como ruptura con el mundo: desde el principio de encarnación aludido hemos de concluir que nada de lo humano me puede ser ajeno. Para encontrarme con Dios, lejos de romper con el mundo, lo que tengo que hacer es adentrarme más en él hasta desentrañar el misterio que lo habita. En este nuevo paradigma, todo lo creado se convierte así en templo de Dios, en lugar de encuentro con Él. En la brillante formulación de San Ignacio, «encontrar a Dios en todas las cosas y a todas las cosas en Él».
–    El carácter definitivo de esa ruptura: queda también matizado si damos por bueno que el logro de toda autotrascendencia moral siempre es frágil y no se alcanza de una vez por todas, sino que se va consiguiendo a través de varias conversiones. Es verdad que los signos de lo absoluto se revelan siempre en adoptar compromisos y tener ideales que no se desvíen ante las primeras dificultades que aparezcan en el horizonte. Ahora bien, una mirada atenta a mi propio camino de conversión y discernimiento vocacional me devuelve que las opciones y cambios que introducimos en nuestra vida, sean los que sean, tenemos que irlos retomando muchas veces a lo largo de ésta. Llamarnos amigos o hermanos, descifrar el misterio de lo que estamos llamados a ser, y verificar si lo hemos logrado, es algo que sólo alcanzaremos a ver en el momento último de nuestra muerte.
–    El camino en solitario de mayor servicio y alabanza a Dios nuestro Señor: aunque es cierto que toda conversión es un proceso que hace cada persona en solitario, nunca la orientación del mismo es hacia la soledad, sino hacia la comunión. Una comunión mayor con Dios, pero que, en la medida en que es un Dios «ansí nuevamente encarnado» (EE, 109), la comunión con Él se acredita en el grado de compromiso que somos capaces de establecer con la obra de su creación (1 Jn 4,20). La gloria de Dios –acuñó para siempre San Ireneo– es que el hombre viva, y nada puede alegrar más a Dios que el volcarnos en el servicio a cuantos puedan necesitar de nuestra ayuda. Dios no necesita de nuestro servicio y alabanza, sino de nuestra disposición para servir siempre a los demás. La verdadera conversión en el grupo de discípulos que abandonó a Jesús al pie de la cruz se produjo cuando éstos recuperaron la capacidad de vivirse en clave de donación a los demás, a los pobres, a los pecadores, a los enfermos, sin rastro de egoísmo de ningún tipo. Esto fue lo que les enseñó su maestro en vida y lo que la acción del Resucitado llevó a cabo en ellos. Pues bien, creo firmemente que esta misma donación o servicio será la prueba en la que cada día se verifique nuestra propia conversión.

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