martes, 3 de enero de 2012

La vida en el puente

Con este artículo comenzamos a insertar en nuestro blog textos que nos parecen interesantes y que no dejan de interpelarnos en nuestra vida diaria y en nuestro ser cristianos. Esperamos que nos ayuden a todos en nuestro caminar.

LA VIDA EN EL PUENTE
Alicia Ruiz López de Soria, odn*


Queridos Reyes Magos:
Como bien sabéis, mi tío Alberto me transmitió, siendo niña, su afición a los «belenes». Recorríamos pueblos andaluces en busca de aquellos que tenían fama e íbamos allá donde nos decían que estaban los mejores. En su casa construíamos uno que, realmente, resultaba cada año superior. Siempre me hacía apreciar «detalles»...
Hoy recuerdo uno aparentemente simple: en muchos de los belenes aparecía una de vuestras majestades cruzando un puente. ¿En el puente? Sí, en una construcción, generalmente de piedra o madera, sobre un río, que tenía una finalidad clara: que vuestra caravana pudiese continuar su camino.
Todos sabemos la importancia que tienen los lugares y los no lugares que habitamos, por su capacidad para configurarnos la vida. ¿Y qué decir de lo determinante que pueden ser las personas con las que nos relacionamos y aquellas con las que caminamos estrechamente unidas, bien sea en una época determinada o bien durante largo tiempo? Reconozco que, normalmente, antes de contemplar el belén, casi analizo la caravana que dirigís... Os lanzo una pregunta: ¿me permitís que este año forme parte de la caravana real?1

1. En el umbral del puente
Me hallo dejándome guiar por la estrella, en compañía del rey Gaspar. Me cuenta que mañana nos encontraremos en un cruce de caminos con Melchor y Baltasar y, desde ese punto, proseguiremos todos juntos. ¡Tengo una ilusión enorme por ir con los Reyes Magos hacia Belén!
Os cuento, Majestades, que vengo cargada de inquietudes en relación con mi deseo de anunciar la Buena Nueva de Jesús a hombres y mujeres que se topan con numerosos límites para encontrar la mistagogía cristiana dentro de la gran Iglesia: determinados modos de relacionarse con el poder; la contaminación con eso que la ascética clásica calificaba como «el mundo», no solo en visiones teóricas, sino en conductas concretas (¡y ello sin ninguna mala conciencia y con escaso sentido del pecado!); directrices y pronunciamientos que relegan a niveles muy secundarios la opción por la misericordia; las falsas imágenes de Dios sostenidas por el autoritarismo en aras de facilitar la tarea de quienes gobiernan2; estructuras de evangelización desfasadas; ciertas maneras de relacionarse con las personas desde el prestigio y la soberbia personales; el alejamiento de la vida real de las gentes; respuestas religiosas simples sin contraste con la razón crítica; la pertenencia no en igualdad de las mujeres; la asimilación de criterios, costumbres y lenguajes del poder político o económico; el interés por ocultar los escándalos que se dan en su seno; los miedos disfrazados de prudencia y mesura... Creo, Majestades, que hoy en día, a los sencillos seguidores de Jesús que viven en este mundo y no en otro, con vidas salpicadas por los problemas más frecuentes de nuestra sociedad y atentos a lo que acontece en ella, en ocasiones se les desanima desde la gran Iglesia, provocando que no alcen la mirada al cielo buscando la estrella.
Pero, por fortuna, entre tanta gente como la que puedo observar en estos momentos a mi alrededor, «...en tanta diversidad, así en trajes como en gestos: unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos sanos, otros enfermos, unos nasciendo y otros muriendo...» [EE 106], hay personas que viven frecuentemente litigando con esos límites, que se mantienen en una búsqueda y acercamiento diario a Dios y a sus criaturas, que peregrinan hasta los santuarios del dolor humano para acoger a Dios y comprometerse con él a crear la «vida verdadera» [EE 139].
Son gente estupenda: muestran la intrepidez renovada de la fe vivida con determinación y constancia –con «parresía»3–, pronunciándose a favor de la legitimidad de diversos caminos en las búsquedas espirituales referidas explícitamente a la fe cristiana, alegando en pro de la autonomía del adulto e invitando a seguir adelante a pesar de los inevitables obstáculos y resistencias.
Gracias a estas personas, conocedoras de que Dios es presencia amorosa oculta en lo profundo de la existencia que invita calladamente al cuidado mutuo, los que están muy fatigados son llamados por su nombre en los escabrosos senderos que transitan habitualmente, y se hallan arropados por la mirada de otros que disciernen como ellos las encrucijadas y combaten con ellos en las emboscadas, sintiéndose, en definitiva, acompañados y aliviados de sus cargas. Por cierto, me alegra ver que aquí todos vamos ligeros de equipaje...
Dirigiéndose «al puente», es posible que se escuchen estas preguntas: ¿para qué la Iglesia?; ¿por qué he de ir a la Iglesia para encontrar a Dios?; ¿cómo puede ser la Iglesia el medio intrínseco del acontecimiento salvífico de Cristo para el hombre de todo tiempo y lugar?4 No resulta fácil responder. Desde mi paisaje se me hace presente la figura del pastor con su cayado, con todo lo que tiene de entrañable, tratando de marcar la vereda. La razón de la Iglesia es que podamos conocer y llegar a Dios5, que tengamos experiencia de que Dios es amor (1 Jn 4,8), que podamos decir que «quien ama es cristiano»6... ¡Todos querríamos contestar esos interrogantes hablando de la caridad de la Iglesia como manifestación del amor trinitario!7
Es Navidad, tiempo para confiar. Yo creo que, cada año, el Niño Jesús viene a cubrir, con el superávit de su amor representativo, el déficit resultante de los límites de quienes formamos su Iglesia, pese a que nos encontremos inmersos en unas coordenadas temporales marcadas por la mediocridad.
Es Navidad, tiempo para estar atentos. Hay hombres y mujeres de fe que se atreven a responder esos interrogantes y otros parecidos en el ágora pública, que no se guían por normas o leyes exteriores, sino por esa especie de «sentido existencial» (K. Rahner) que los antiguos llamaban «discernimiento», procurando siempre vivificar y construir. Son personas libres y con una profunda experiencia de Dios8. «Siendo libre de todos... con los judíos me he hecho judío para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como quien está bajo la Ley –aun sin estarlo–... Me he hecho débil con los débiles... Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1 Co 9,19-22).
Pero no quiero quedarme ensimismada en estas cuestiones. Prefiero optar por avanzar con la caravana, relacionándome con las personas que la componen.
Con la unión de las comitivas de sus majestades Melchor y Baltasar, los atuendos se diversificaron, los corros que hacíamos para comer juntos se ampliaron, las provisiones se racionaron... Contrariamente a lo que podría pensarse, no hay entre nosotros ambiente de «reyes» y «siervos»; se respira una igualdad efectiva entre todos, y las diferencias entre las distintas comitivas se viven como complementariedad y enriquecimiento. Me imagino que los primeros que hicieron este camino hacia Belén, a partir de los cuales surgió la tradición, experimentaron anticipadamente aspectos nucleares del Reino de Dios posteriormente anunciados por el Hombre que fue, con el paso de los años, aquel Niño que encontraron...
Me han contado que la categoría central de la sociedad moderna mediterránea del siglo I era el honor, es decir, la consideración o estima de que uno goza a los ojos de los demás, y que dicho honor se basaba en la pertenencia a una determinada estirpe, en el lugar de procedencia y en el cumplimiento de las normas sociales propias de su rango. En la primera caravana de los Reyes Magos, esta categoría empieza milagrosamente a desaparecer, y el Niño, al que se le discutirá su honor de forma progresiva, optará por abrir el horizonte de un mundo radicalmente diferente. Siento que aún hoy, en la gran familia que es la Iglesia, como compañeros y compañeras de la misión de Jesús, tenemos que trabajar por derribar los muros que, entre nosotros, marca el siempre latente «honor»: la pecadora pública (Lc 7,36-50), el leproso (Mc 1,40-45), la aquejada de una enfermedad considerada impura (Mc 5,25-34), el recaudador de impuestos (Mc 2,13-17), la adúltera (Jn 8,1-11)... y tantos otros toman rostro actualmente en conocidos nuestros que se han separado, divorciados vueltos a casar, homosexuales, teólogos a los que se manda callar no se sabe bien por qué, mujeres maltratadas, padres y madres que crían a sus hijos en solitario, jóvenes que cuestionan a la autoridad eclesiástica solicitando un testimonio más coherente con el evangelio en clave de pobreza, ex-delincuentes... Mientras hacemos desaparecer la centralidad del honor también en las relaciones intraeclesiales, el amor de Dios nos libra de una obligación desesperante: la de tener que ser personas venerables para ser amadas. Un amor en el que es acogida toda nuestra realidad9.

2. En el puente mismo
Mis pies han alcanzado un puente estrecho, y a pocos metros tengo al Rey Gaspar. Uno de sus criados de confianza me ha dicho que lleva incienso para realizar una ofrenda. Me adelanto para decirle que, en la actualidad, «el incienso», pese a que a todos nos gusta, acompaña solo a los artistas famosos, a las grandes estrellas del fútbol, a los dueños de las multinacionales, al poder eclesiástico presente en las grandes y solemnes celebraciones litúrgicas... Me sonríe diciéndome que andamos un poco despistados, y me habla con prudencia de la tendencia del ser humano a caer en idolatrías para dejar de adorar al Único que lo merece.
Nuevamente entro en diálogo conmigo misma, percibiendo las virtudes de la distancia con respecto a los otros, que representan, en efecto, otras intimidades que, más que transparencias, son misterios. Aquí, contemplando, se cae en la cuenta de que la distancia y el misterio, respetados y valorados, dejan libre un espacio para Dios. ¡Estas hendiduras son maravillosas! Captándolas, descubro que el acierto de la cercanía del Dios distante es un arte recibido y aprendido por el verdadero apóstol, que se convierte en medio para llegar a un lugar fronterizo y límite.
Situada en este lugar, reflexiono sobre algo que me parece básico: la gran Iglesia ha de aceptar el principio de realidad, que le impone la necesidad de convivir con otros, plurales y diferentes, en espacios muy próximos, para estar entre ellos como quien acompaña en el margen, sostiene en la debilidad y acoge en el aislamiento. Percibo que, afortunadamente, la mayor parte de la Iglesia se ha dado cuenta de que vive en una sociedad pluralista, en la cual la armonía y la coexistencia son una necesidad ineludible.
Este lugar, el puente, de una forma que no acierto a descifrar con exactitud, marca la dialéctica entre lo identitario y lo relacional; detiene y, a la vez, invita a ser atravesado sin necesidad de hacer morada en él... El puente hace que el río se convierta en camino, y con él las orillas se convierten en límites abiertos10. Por cierto, ¡qué agua tan cristalina la de este río...!
Es curioso que algunos de los que forman parte de la caravana real hayan dejado entrever en el puente las heridas personales. Mirando algunos rostros y escuchando algunas historias, paso por el corazón una verdad evangélica: no hay nada más sagrado que el hecho de que deje de sufrir la persona que sufre... Aquí tengo la oportunidad de aprender el sentido de una comunión más allá de las suertes y situaciones personales que actúan como fronteras infranqueables; la verdad de lo diferente y lo débil; la riqueza de los mestizajes; el deseo de Dios por suscitar una humanidad a su imagen... Recuerdo que en la tradición judía «caminar» es un símbolo del comportamiento humano, y hacerlo atravesando puentes conlleva un énfasis en actitudes de apertura y salida de sí, de acogida y misericordia.
Para quien busca hallar a Dios en todas las cosas, el puente es lugar de verdaderos e insospechados encuentros. Para llegar a ellos ayuda el situarse desde la carencia; las búsquedas insatisfechas y, por ello, incansablemente atentas; reaccionar compasivamente ante los imprevistos que afectan a las vidas personales; privilegiar lo más humano frente a las normativas; una cierta capacidad de riesgo ante el temor a lo impuro; compartir con los otros lo que ellos no tienen; dejarse interpelar y afectar, evitando el miedo a la contaminación; ponerse en la piel del otro; conocer la propia fragilidad; nombrar las propias parálisis...11 Sí, en la caravana real todos mostramos sed de Dios, que en parte se satisface en el encuentro con el prójimo.
Una cosa voy clarificando. Lo que permite y posibilita permanecer en el puente es el diálogo y la caridad. En él no existen «extranjeros» a los que rápidamente se les califica de sucios, mal vestidos, malhablados o, desde el punto de vista ético, de perezosos, degenerados... La permanencia en los puentes nos adiestra para una vida en fraternidad siempre llena de peligros para nuestra propia identidad; peligros que fácilmente se salvan mediante una comunicación profunda que alterna silencios y palabras y se distingue por la escucha. En palabras de F. Torralba: «Nunca jamás regresamos al lugar donde estábamos después de haber dialogado auténticamente; lo cual no significa que hayamos dimitido de nuestras convicciones, sino que las vemos desde una nueva perspectiva. Somos más críticos, más profundos, más flexibles»12.
El puente, lugar tantas veces desechado por transgresor, hoy se presenta como piedra angular para quienes, considerándonos Iglesia, queremos que esta sea casa abierta y acogedora para todos, donde se nos pide valor para estar dispuestos a abandonar por momentos la disciplina propia, conocida y dadora de identidad, en aras de experiencias de trascendencia que lleven a tierras extrañas...13
Una compañera de la caravana me dice que al poner los pies en el puente ha experimentado que comenzaba una aventura en la que había que aplicar todos los sentidos y ser prudente. Ciertamente, yo he experimentado algo parecido. Y es que hay que someterse a la tensión de sobrepasar en discernimiento los límites establecidos, con el riesgo de adoptar el papel de disidentes. Se requiere, pues, solidez y formación personal, no bastando con la buena voluntad; el modo de estar dista de un sentimentalismo barato y de una mera presencia sin capacidad de crítica...
En los puentes también se dan encuentros fallidos, personas que se quedan aisladas, otras que emprenden marchas y se alejan. Hay quienes, pese a haber llegado al puente, acaban quedándose en la satisfacción personal de su modo de ser, del grupo al que pertenecen y de las normas que les han conducido siempre; hay quienes muestran un corazón endurecido; hay quienes temen arriesgar... ¡Hay gente tan variopinta!

3. Al otro lado del puente
La caravana ha avanzado notablemente en varios días. Las conversaciones, el sentido del humor, el cansancio, los rezos, los ratos a solas... han favorecido que internamente me haya ido pacificando e incluso sumergido en la estela de los sueños. Creo que era al poeta Kabir a quien le gustaba la vida en el puente y quien, a su vez, nos aconsejaba que no construyéramos una casa sobre él.
Queridos Reyes Magos, la expresión de deseos y la petición de regalos caracterizan los millones de cartas que recibís por estas fechas. Permitid que al final de la travesía os presente algunos anhelos14:
a) En mi opinión, los sufrimientos actuales sitúan al Evangelio y a la Iglesia en un contexto nuevo que exige revisar las doctrinas evangelizadoras. El lenguaje oficial de la Iglesia frecuentemente no transmite ninguna experiencia creyente, sino una especie de doctrina disecada. Los intentos cristianos por cruzar a lo otro, a lo diferente, se han realizado hasta ahora, en general, desde el polo del ser o la plenitud. Quizá sea momento de hacerlo desde la abnegación del yo, buscando alcanzar una concepción más profunda del misterio de Dios. Se hace necesaria una Iglesia que invente comportamientos nuevos, nuevos mensajes y nuevas relaciones. Este es el primer regalo que os pido.
Me gustaría que dejáramos de hablar de Dios desde la soberbia y experimentásemos que irremediablemente es algo costoso para un creyente15, que conjugáramos el coraje de la fe, la libertad del Espíritu y buenas dosis de imaginación creadora para asumir el riesgo de volver a mencionar a Dios de tal manera que aparezca vivo y actual, es decir, como Buena Noticia para los hombres y mujeres de hoy.
Quienes somos Iglesia, quienes sin la menor duda aceptamos la función de la autoridad dentro de una aprobación más amplia de diversidad de ministerios, funciones y carismas, todos ellos enfocados a la construcción del cuerpo eclesial16, necesitamos que, frente al vicio de la vanidad difundido tanto en la sociedad como en la Iglesia jerárquica (muestra de ello son las vestiduras), reconozcamos humildemente que se nos cuela la aspiración al aplauso; que frente a la ambición de hacer carrera eclesiástica apostemos por decir las cosas sin temor a que otros tomen nota; y que frente al conformismo antepongamos la defensa de la verdad, venciendo las ataduras de los idola theatri17. Nos parece necesario recuperar el talante autocrítico del Concilio Vaticano II, donde se reconoció que «en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa moral y social, han velado, más que revelado, el genuino rostro de Dios» (GS 19).
b) Comprobamos que la gran Iglesia es hoy un poco timorata a la hora de ayudar a quien se aleja, mientras que es precisa en marcar su territorio. Muchos, tras desacuerdos con su actuación, se deslizan hacia la indiferencia. Frente a ello, el celo misionero18 nos anima a ir a quienes están en las fronteras de nuestra Iglesia sin poseer la verdad, sino en búsqueda conjunta de ella19 a través del diálogo. ¿Y si creciéramos en capacidad de diálogo y, por ello, de escucha?20 Toda vida verdadera está cuajada de encuentros en los que reconocemos nuestra humanidad. ¿Necesitará la Iglesia prodigar los encuentros? Cruzar puentes puede ser un elemento de gracia si llegamos a encontrarnos verdaderamente unos con otros. Dios nos utiliza a cada uno de nosotros para hablar a otros, especialmente en y a través de nuestros cruces de puentes y de los encuentros que se siguen de ellos.
Espero que sea un deseo de fácil cumplimiento. ¡Se derivaría tanto bien de ello...! ¡Nos acercaríamos a la gente de a pie! Es desalentador percibir a la Iglesia como una institución que se sitúa siempre ante el dilema de hablar con suprema autoridad infalible o callar sin remedio21. Por supuesto que las instrucciones magisteriales poseen cierto grado de obligatoriedad; pero, no siendo definiciones de fe, los pronunciamientos pueden ir acompañados de una señalización de su provisionalidad. En contraste, son muchos –más de los que nuestros diagnósticos pesimistas consideran– los que, sabiendo y gustando de una experiencia de Dios imbricada en la experiencia de la vida cotidiana (alegrarse, andar, comer, llorar, tener hijos, conversar...), no sientan cátedra sobre Dios en las afirmaciones que realizan sobre Él. Son muchos los que saborean la no necesidad de hacer experiencias «galácticas» para acudir a la cita con Dios y que después se muestran muy humildes en sus relaciones con los otros y en las orientaciones que se atreven a dar.
c) Me uno a quienes consideran que la Iglesia debe hacer sentir la misericordia de Dios en el mundo y no la prepotencia, ni la capacidad de organización, ni la fortaleza económica... Ello me lleva a soñar con una Iglesia que asuma que la hospitalidad es exigencia natural de la humanidad, pero más aún suya, y que, a través de pronunciamientos y actos concretos, la haga visible. Una Iglesia que sea signo de la gracia que opera por doquier, que no excluye a nadie22. Hablamos de una operación de deslinde que contribuya a crear fisuras en los límites impuestos y construir pasajes por los que circule todo tipo de gentes. Nos referimos a una Iglesia que es sacramento de la unión de los hombres con Dios y entre sí. Entiendo que para ello hace falta una gracia especial del Espíritu que nos lleve a sentir que somos verdaderamente misericordiosos si aprendemos a sufrir con quien sufre, a gozar con quien goza, a practicar siempre y en las circunstancias más desfavorables la ética del no hacer sufrir a nadie por causa de nuestro juicio. ¡Qué maravilla, una Iglesia donde todos y cada uno de sus miembros llevásemos a quienes están a nuestro alrededor bajo el manto infinito de la misericordia de Dios...! ¡Qué maravilla, una Iglesia que recordase que no se puede herir a un ser humano sin horadar con el mismo golpe al Infinito...!
Queridos Reyes Magos, no sé si os lo voy poniendo cada vez más difícil, pero sueño con un Magisterio que anime y no cargue con pesados fardos las conciencias de cristianos que sufren, además de por sus heridas personales, por no sentirse acogidos por la Iglesia23. Sueño con un Magisterio que, junto a los ideales, considere los procesos, los contextos y la diversidad, que ayude a asumir e integrar los fracasos como puntos de partida, en ocasiones desafortunadas, de la construcción de la persona. Por otra parte, confieso que me atraen los fieles que aceptan fácilmente que «su» opinión dista mucho de ser inmune al error y se vinculan a la tradición moral de la Iglesia que acepta los casos de «conciencia cierta, pero invenciblemente errónea» o los casos de «incapacidad para recibir un valor». Me pregunto: ¿qué pasos tendríamos que dar para vivir sanamente y no como amenaza la complementariedad Magisterio/conciencia personal?; ¿qué tendríamos que hacer para vivirla como una riqueza para la Iglesia?24 Creo que la Iglesia no traicionaría su ideal evangélico si acomodara su ordenamiento jurídico a la capacidad y las posibilidades de los hombres de carne y hueso que se encuentran en un callejón sin salida, sin que ello signifique que se fomente el laxismo. Y apuesto por apóstoles que estén en contacto con la gente y que en la aplicación pastoral de la legislación se caractericen por su humanidad.
Me dicen que estamos llegando, que un grupo de personas, preferentemente pastores, gente de no muy buena fama, están adorando al Niño Jesús. Me dicen que el «solio real o trono» de la Trinidad [EE 106] se ha hecho pesebre. Me dicen que contemplando al Niño Jesús se descubre por primera vez la ternura con que Dios mendiga nuestro amor. Me aseguran que hay una mujer excepcional, María. Creo que es tiempo de callar.
Queridos reyes Gaspar, Melchor y Baltasar, gracias por dejarme acompañaros. Quizá después de esta experiencia, que promete ser única, pueda hablar también de Dios en la frontera del silencio y aprenda que el pecado es, sencillamente, el fracaso en el amor que va en contra de nuestro verdadero bien...: el Reino del Dios de Jesús. En el silencio de Belén acontece el nacimiento del Señor: «Cuando un silencio apacible lo envolvía todo, y la noche llegaba a la mitad de su veloz carrera, tu omnipotente palabra se lanzó desde el cielo, desde el trono real» (Sab 18,14). Porque, al fin y al cabo, siempre es tiempo de escuchar25.
Un abrazo infinito, como mi agradecimiento
Alicia Ruiz López de Soria

*      Licenciada en Farmacia. Estudia Teología. <arlds7@gmail.com>

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