29 de abril de 2012 (Juan 10, 11-18)
El símbolo de Jesús como pastor bueno produce hoy en
algunos cristianos cierto fastidio. No queremos ser tratados como
ovejas de un rebaño. No necesitamos a nadie que gobierne y controle
nuestra vida. Queremos ser respetados. No necesitamos de ningún pastor.
No sentían así los primeros cristianos. La figura de Jesús buen pastor se convirtió muy pronto en la imagen más querida de Jesús.
Ya en las catacumbas de Roma se le representa cargando sobre sus
hombros a la oveja perdida. Nadie está pensando en Jesús como un pastor
autoritario dedicado a vigilar y controlar a sus seguidores, sino como
un pastor bueno que cuida de ellas.
El "pastor bueno" se preocupa de sus ovejas. Es su primer rasgo. No
las abandona nunca. No las olvida. Vive pendiente de ellas. Está siempre atento a las más débiles o enfermas.
No es como el pastor mercenario que, cuando ve algún peligro, huye para
salvar su vida abandonando al rebaño. No le importan las ovejas.
Jesús había dejado un recuerdo imborrable. Los relatos evangélicos
lo describen preocupado por los enfermos, los marginados, los pequeños,
los más indefensos y olvidados, los más perdidos. No parece preocuparse de sí mismo. Siempre se le ve pensando en los demás. Le importan sobre todo los más desvalidos.
Pero hay algo más. "El pastor bueno da la vida por sus ovejas". Es
el segundo rasgo. Hasta cinco veces repite el evangelio de Juan este
lenguaje. El amor de Jesús a la gente no tiene límites. Ama a los demás más que a sí mismo. Ama a todos con amor de buen pastor que no huye ante el peligro sino que da su vida por salvar al rebaño.
Por eso, la imagen de Jesús, "pastor bueno", se convirtió muy pronto en un mensaje de consuelo y confianza
para sus seguidores. Los cristianos aprendieron a dirigirse a Jesús con
palabras tomadas del salmo 22: "El Señor es mi pastor, nada me falta...
aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo...
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida".
Los cristianos vivimos con frecuencia una relación bastante pobre
con Jesús. Necesitamos conocer una experiencia más viva y entrañable. No
creemos que él cuida de nosotros. Se nos olvida que podemos acudir a él cuando nos sentimos cansados y sin fuerzas o perdidos y desorientados.
Una Iglesia formada por cristianos que se relacionan con un Jesús
mal conocido, confesado solo de manera doctrinal, un Jesús lejano cuya
voz no se escucha bien en las comunidades..., corre el riesgo de olvidar
a su Pastor. Pero, ¿quién cuidará a la Iglesia si no es su Pastor?
José Antonio Pagola
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