domingo, 23 de septiembre de 2012

Bandidos y posadas en el camino (Javier Melloni)



CAMINO y PELIGROS

«Camino», palabra familiar y también humilde que evoca la existencia de un origen y un destino y, entre ambos, de una aventura: la aventura de nuestro caminar, hecha de asaltos y de extravíos, y también de encuentros y de momentos inolvidables que nos confortan a lo largo del recorrido.
Precisando un poco más, podemos distinguir dos orígenes en el camino cristiano: el primero, el más remoto, común a todos los humanos, a la vez que distinto para cada uno, se sitúa en aquel principio de nuestras vidas que ninguno de nosotros ha elegido y en el que se nos dio el ser como don total, único, que nos hace ser a cada uno con su especificidad. Y un segundo origen, cuando se descubre que este don es también tarea: la tarea de convertir ese don recibido en una ofrenda cada vez más total, como total ha sido el don recibido. Este segundo origen de nuestro camino, que es propiamente el origen del caminar cristiano, tiene para algunos en su vida una fecha muy determinada, ligada a una experiencia o a una situación muy concreta, identificable en el tiempo y en el espacio. Le llamamos «conversión», y es el paso de verterse sobre uno mismo a verterse en Dios. Este descentramiento es capital para
empezar a caminar verdaderamente: salir del propio encurvamiento sobre sí para entrar en la apertura de Dios. Nuestra propia especificidad, que recibimos con el don de la vida y que es la que nos da vida propia, sólo la hacemos fecunda cuando la entregamos.
Para otros es difícil identificar el momento en que empezó el éxodo de sí mismos hacia Dios. En ellos, la meta del camino, ser hijos en el Hijo, estuvo presente desde el principio, y no sabrían identificar un origen preciso en su decisión de verterse -perdiéndose- en el abismo de Dios.

En cualquier caso, iniciada la aventura, todos pasamos por semejantes asaltos y reposos hasta el momento en que unamos definitivamente nuestro pobre ser con el Ser de Dios.
Los Padres del Desierto fueron hábiles exploradores de esas sendas que parten y se adentran en el corazón. Parten del corazón,  porque es allí donde se produce la conversión. Pero se adentran de nuevo en el corazón, porque ese éxodo hacia Dios y hacia los demás se realiza en las propias profundidades, allí donde Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos: «El Reino de Dios está  dentro de vosotros» (Lc 17,21), había dicho ya Jesús antes que san
Agustín.
Siglos más tarde, una mujer, Teresa, la de Jesús, mostró que el camino acababa en la séptima estancia, oculta en lo más hondo del alma. Y un hombre, Juan, el de la Cruz, lo haría culminar en la cumbre desnuda del Carmelo. Una forma femenina y otra masculina
de referirse a una misma realidad: el itinerario de la fe, que se adentra en la cálida intimidad de la interioridad, pero que al mismo tiempo se expone a la austera intemperie del despojo. Expresadas con sensibilidades diferentes, ambas imágenes coinciden: en la vida del Espíritu, lo más alto se identifica con lo más profundo. Y lo más profundo es lo más humilde, porque está oculto, bajo tierra. Y los humildes, en el Evangelio, son los primeros en entrar en el Reino de los Cielos, ese Reino oculto en el interior del corazón y al que se accede por la puerta de la Cruz y del Sepulcro, es decir, del abajamiento.
-LOS ASALTOS EN EL CAMINO
Los Padres del Desierto descubrieron que ese estrecho camino que conduce al corazón se abre paso entre los asaltos que vienen de seis direcciones distintas: Por arriba, están la autosuficiencia y el orgullo; por abajo, la desesperación y la ignorancia; por la derecha, la intolerancia y el desprecio de las cosas; por la izquierda, la pereza y el deseo incontrolado; en el interior, la inercia; y en el exterior, la temeridad y la actividad excesiva.
Vamos a detenernos en cada uno de estos seis asaltos, recorriéndolos en sentido contrario; iremos así de los más inocuos a los más temibles.
Por el exterior, la temeridad y la actividad excesiva
Este primer asalto se presenta desdoblado en dos: por un lado, como una falta de Discernimiento, debida al exceso de entusiasmo; por otro lado, también como una falta de discernimiento, debida al exceso de ruido. Exceso de ruido y exceso de entusiasmo: las dos
primeras trampas que obstaculizan el camino del corazón y hacia el corazón. El exceso de ruido no proviene de la actividad, sino del activismo, es decir, de un modo tenso y nervioso de hacer las cosas. No se trata de no actuar, sino de actuar de un modo que nos permita distanciarnos de nosotros mismos y de eso mismo que hacemos. Sólo así podemos dejar tiempo y espacio para el discernimiento, es decir, para percibir el mejor camino que lleva
hacia Dios y hacia el Reino en aquello que hacemos. En cuanto al entusiasmo excesivo, es
trampa y obstáculo, porque anuncia un cansancio prematuro, una incapacidad para mantenerse constante y paciente a lo largo de todo el recorrido. Un recorrido que con frecuencia se revelará austero e ingrato y que necesitará fuentes más sólidas que las de la
euforia. Es cierto que hay un tiempo para ésta: el tiempo de los debutantes, de los novicios. Pero, si bien el entusiasmo inicial es un estímulo y una fuerza para iniciar la marcha, puede ser también una pulsión mortífera si persiste. «La pasión sola ahuyenta la verdad», dice María Zambrano.

Sin embargo, el extremo contrario no es menos fatal: En el interior, la inercia. La inercia es un ir a la deriva. Es un abandonarse, pero no con el abandono de la confianza, sino con el de la dejadez. La inercia supone haber perdido el deseo, haber perdido el rumbo, aunque tal vez habitemos en instituciones que nos mantengan en él. La inercia es creer que nada puede cambiar, que viviremos arrastrando los defectos y vicios de siempre. Con la inercia nace el escepticismo, la mirada opaca e irónica sobre los acontecimientos y las personas, como si
nada nuevo pudieran traernos. La inercia no viene dando gritos, sino que es un sutil bandido que se va infiltrando poco a poco, quitando el brillo a nuestros ojos hasta hacerlos opacos y
paralizarnos del todo. «¡Vigilad!», dice constantemente Jesús a sus discípulos. «Vigilad y velad, no sea que, mientras el mundo arde, vosotros andéis dormidos».

Por la izquierda, la pereza y el deseo incontrolado
La pereza no es sólo la sutil inercia de antes, sino el descaro de la negligencia, el impudor de la apatía. Abandonada la vigilancia, nuestros propios animales se desatan. No hay camino alguno. Sólo selva, jungla espesa, como espesos son los deseos que nos dominan. Dante, en el mediodía de su vida, fue asaltado por tres bestias: el lince, símbolo de la lujuria, el lobo, símbolo de la avidez, y el león, símbolo de la soberbia. De la soberbia hablaremos en el
último asalto. Por el momento, es cuestión de la lujuria y de la avidez. No se trata aquí de hacer consideraciones morales, sino de reconocer humilde y lúcidamente que el no dominio de nuestras pulsiones nos destruye, nos encierra en nosotros mismos, nos cierra el delicado camino que lleva a la interioridad, como también es obstáculo en el camino que lleva al encuentro de los demás. La alternativa no consiste simplemente en reprimir los deseos que
vienen de lo profundo de nosotros mismos, allí donde el cuerpo y nuestro psiquismo se confunden, sino en conocer las leyes de la materia que habitamos y que nos constituye, para amarla sin ser poseídos por ella. Porque el cuerpo que somos también necesita ser evangelizado, es decir, liberado de las pulsiones de posesión y de depredación que lo atraviesan.

Por la derecha, la intolerancia y el desprecio de las cosas
Si por la izquierda somos atacados por la dejadez, por la derecha somos atacados por la rigidez. Ante el temor al propio desorden y al desorden ajeno, vamos construyendo murallas de cemento que nos aíslan del posible estorbo de todo cuanto es diferente de nosotros. Esta distancia respecto de lo «otro» no tiene nada que ver con la interioridad de la vida espiritual, porque el camino que se ahonda en las profundidades del corazón no genera intolerancia ni desprecio, sino ternura y entrañas de misericordia. Una vida interior que se construya a costa del desprecio de otros caminos sólo es hija del temor y de la escasez, no de la sobreabundancia del amor. Porque el amor sabe renunciar sin exigir a los demás que también lo hagan. La llamada de Jesús en el Evangelio es: «Sed perfectos como vuestro Padre del Cielo es perfecto» (Mt 5 ,45). Perfectos como el Padre, que lo abarca todo y a todos, y no perfectos según nuestros estrechos esquemas ideológicos o «superyoicos»; perfectos como Él, «que hace amanecer sobre malos y buenos, y llover sobre justos
e injustos» (Mt 5,48). En el actual resurgir de lo «espiritual», deberíamos estar atentos a este bandido que asalta ahora por la derecha, después de habernos asaltado durante algún tiempo por la izquierda...

Por abajo, la desesperación y la ignorancia
En todo camino hay un momento en que, sin saber cómo ni por qué, se experimenta un vacío radical. Los pies pierden suelo, y un torbellino de sinsentidos arroja todas nuestras certezas a la nada. Es el tiempo de la noche, el momento de las tinieblas, en que las certidumbres se desvanecen y el mismo vivir se presenta como una pasión insufrible. Cuando este asalto aprieta, «sombra de muerte y gemidos de muerte y dolores de
infierno siente el alma muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios y castigada y arrojada e indigna de él, y que está enojado, que todo se siente aquí; y más, le parece que ya es para siempre», dice san Juan de la Cruz. Bandidos menores ya habían asaltado anteriormente, creando angustias, inquietudes y desánimos. Pero aquí la desesperación es total: el camino recorrido hasta entonces  se desvela como un gran engaño; y lo que queda por avanzar,
como una mentira. A todo ello se junta un sentimiento de soledad espantoso: los demás, incluso los amigos o compañeros más íntimos, están lejos, muy lejos. Sus palabras nos llegan vacías, hasta el punto de irritarnos. Parece como si nadie pudiera venir a buscarnos a esa sima en la que hemos caído, ni rescatarnos de ese secuestro en el que hemos sido de repente confinados. Dios mismo parece haberse quedado mudo, como incapaz de hacerse solidario. «Desde el fondo del abismo grito a Ti», claman múltiples salmos.
Pero Dios continúa callando. Los Padres del Desierto llamaron acedia a este asalto, que a veces puede prolongarse durante años. Libros como el de Job reflejan este estado. Y por él sabemos que no se supera razonando, sino resistiendo y confiando, sabiendo que  se trata de un momento ineludible de la vida espiritual del que salimos renovados, más despojados de nosotros mismos, más cercanos a los abismos de nuestros hermanos.

Por arriba, la autosuficiencia y el orgullo
La última trampa en el camino es la más terrible de todas, porque el que ha caído en ella es incapaz de reconocerla: tan embebido está de sí mismo. Creyendo haber llegado a la cumbre, está en el más oscuro de los abismos. Dice un Padre del Desierto: «El solo orgullo, por su autosuficiencia, puede hacer extraviar a todo el mundo, empezando por el que lo incuba, en la medida en que no admite que pueda caer en las tentaciones que permiten al alma recomenzar de nuevo y conocer su propia debilidad e ignorancia... Al no dejar transparentar ninguna falta, alimenta esta única pasión en lugar de todas las demás, y ello basta a los demonios».

El orgullo conduce al extremo opuesto del camino: en lugar de llevar a la comunión con Dios, con todos y con todo, aboca a un total encerramiento en sí mismo. Es la terrible soledad del orgulloso: destruye toda alteridad para englutirla en sí mismo. No hay Dios ni otros ni mundo: sólo un Yo inmenso que lo absorbe todo. La imagen misma del infierno.

Estos asaltos que hemos recorrido brevemente no se presentan siempre por este orden ni se desatan todos sobre la misma persona, si bien están al acecho de todos. Pero es importante nombrarlos para detectarlos y poder combatirlos. Sólo conocemos lo que nombramos. La vida espiritual nos adiestra para ejercer la vigilancia y despliega una cultura de la atención. Vigilancia y atención para aprender a distinguir lo que habita en nosotros: lo que viene de nosotros, para domesticarlo; lo que viene del mal espíritu, ese Tentador delatado bajo la forma de esos seis bandidos, para rechazarlo; y lo que viene de Dios, para acogerlo. Porque, afortunadamente, no sólo hay trampas y amenazas en el camino: también se encuentran posadas y compañeros de ruta que ayudan a alcanzar la posada, el reposo definitivo.

LAS POSADAS EN EL CAMINO

La posada del Maestro
No andamos solos. Creerlo sería una pretensión, aunque es cierto que a veces no encontramos a la persona indicada que pueda o sepa acompañarnos. Muchos otros nos han precedido, animados por la misma pasión que nos habita. «Pasión» en su doble sentido: de dolor y de deseo. En efecto, otros nos han precedido en ese deseo y en ese dolor de perderse a sí mismos para ser hallados en Él (Flp 3,9). Encontrarlos en nuestro propio
camino es nuestro reposo y nuestro alivio; nuestra reorientación también, si andábamos extraviados. Ellos «conocen», porque han transitado esas tierras difíciles. Han aprendido a «ver» a fuerza de pruebas y de humildad. Sus palabras de consejo son hondas y vienen de lejos, de muy lejos. A través de ellos adviene «una verdad que no reside en la palabra, sino en el silencio, en la serenidad de un corazón en el que moran después de un largo
sufrimiento». Encontrarse a personas de este tipo en el camino es un don. A falta de ellas, un libro en el tiempo oportuno puede aliviarnos o iluminarnos como si su autor estuviera presente. Efectivamente, ciertas lecturas -el testimonio del ausente- pueden convertirse en preciosas posadas.

La Palabra de Dios 
Entre todos los libros, emerge uno que, a su vez, es un manojo de ellos y que recibimos
como Palabra inspirada por Dios. Palabra de hombres dirigida a los hombres, a cada hombre, pero venida de Dios, atravesando los tiempos y las culturas. Leer la Palabra, meditarla, rumiarla, alimentarse de ella, empaparse de ella, dejarse transformar por ella, al ritmo que a cada cual convenga... Tiempo de acogida, de receptividad. Abrir el Libro y dejar que Él nos hable: a veces, escudriñando lo que nos quiere decir a través de narraciones curiosas; otras, sumergiéndonos en la contemplación de un pasaje por el que nos hacemos contemporáneos de Jesús, y a través del cual podemos verlo, oírlo, palparlo, reposar junto a Él; otras,  deteniéndonos en un versículo o en una palabra, perdiéndonos en el abismo sin fondo que abren; otras veces, no es un abismo de significación lo que se desvela, sino que tal versículo o tal palabra del Evangelio se convierten en una melodía que nos acompaña durante días o semanas... Todas ellas son modalidades diferentes de esa Palabra de Dios que se nos ofrece como posada o pausa amable en el camino.

La posada de la celebración
Las posadas no son solitarias ni están vacías, sino habitadas por muchos otros que también están de camino, de viaje. Y juntos celebramos el hecho de encontrarnos y tomamos fuerzas para continuar avanzando. Celebramos el ser acogidos en la posada, imagen ahora de la casa del Padre. Y celebrando, somos curados de las heridas provocadas por los asaltos sufridos. Para entrar en esa posada no hay que pagar nada, ni presentar carnet alguno.
Hay comida y cama para todos. Sólo se requiere una cosa: tener el deseo de entrar y de compartir con los demás las alegrías y las penas. En esa Posada, el Pan que se da se confunde con el Hospedero que se ofrece y con la ofrenda de sí que se hacen unos a otros. Y el Vino que se bebe procede de esa alegría y ese dolor de todos, pero se nos ofrece transformado en otra Alegría y otro Dolor: no los que habíamos abocado al entrar -alegrías y dolores solitarios, ensimismados-, sino ahora abiertos, intercambiados, en los que ya no hay un «suyo» ni un «mío», sino un solo «nuestro».

La posada del amigo
Sin embargo, las posadas tampoco son la imagen del colectivismo. La vida en comunidad no se diluye en el anonimato o en la uniformidad. Sigue siendo necesario que exista lo que
descansa y consuela a cada uno, porque cada uno es un ser único y un don único en este Cuerpo de todos que es Cristo. De ahí la importancia del amigo, de la esposa o del esposo. Sin perder el sentido del grupo, es necesario que haya pequeñas posadas un poco retiradas del camino, en las que poder abrir la intimidad sin perder el pudor. Es el tiempo de las confidencias junto al crepitar del fuego; la noche cálida hecha de palabras que fluyen porque no encuentran juicio, y de silencios que dejan decir. El camino de cada cual está salpicado de estos encuentros. Momentos que se recuerdan y que se esperan sin querer ni poder poseerlos. La posada del amigo, como la de la esposa o del esposo, está siempre abierta, pero... ¡qué bien se sabe cuándo y cómo se debe entrar, y cuándo es tiempo de retirarse para no apropiarse de lo que sólo permanece si se sabe conservar como don...! La avidez desgarra a la amistad, como desgarra también al amor.

La posada de la humildad
A medida que avanzamos, el cúmulo de tanteos y experiencias va haciendo más suave y menos pretencioso nuestro caminar. Una dulzura, una ternura por todo y por todos, va como impregnándolo todo. Esa ternura no estaba en el inicio del camino. Andábamos, entonces,  demasiado pendientes de nosotros mismos, de nuestros  temores y ambiciones. Los demás sólo servían para confirmarnos en nuestra posición, ya fuera como aliados, ya como opositores. A estas alturas, en cambio, hay como una reconciliación con todo, una
extraña familiaridad con el fondo luminoso de las personas y de las cosas.
El corazón humilde ya no busca una posada, sino que él mismo se convierte en posada para otros. Su mirada está recubierta de musgo; su sola presencia pacifica las tensiones y serena las crispaciones. «Encuentra la paz, y miles de hombres se salvarán en torno a ti», decía san Serafín de Sarov al final de su vida. El ser humilde, ese ser apaciguado, tiene un secreto: está habitado por una Presencia permanente, Fuente interior de la que lo recibe todo, a la que todo le confía y a la que enteramente se ofrece. Esta Presencia, esta Fuente, brota y fluye de la oración permanente.

La posada de la oración permanente
La posada de la oración permanente es ese secreto que la Iglesia de Oriente conoce como la oración del corazón o la oración de Jesús. Esa invocación incesante de Jesús que va taladrando lentamente nuestro interior, hasta llegar al núcleo unificador de nuestro ser, el corazón, aquello que habíamos anunciado como término del camino. Lugar de una paz y ternura infinitas, de reposo en pleno movimiento, de lucidez en medio de la agitación. Por el don de la oración continua, «el corazón absorbe a Dios, y Dios absorbe al corazón, y los dos se hacen uno», dice san Juan Crisóstomo.
Esta última posada, la más preciosa, no es un privilegio del Oriente, sino que todos estamos llamados a ella en el «corazón» mismo de nuestras ciudades, en el centro mismo de nuestras actividades. San Ignacio de Loyola, al final de su vida, responsable de una Orden que contaba ya con mil miembros, confesaba tener mayor facilidad que nunca para encontrar a Dios en todas las cosas. Gandhi, otro gran contemplativo en la acción, se
expresaba con estas palabras: «Quizá haya reservado un momento de descanso para la gota de agua que se separa del océano, pero no para la gota que está inmersa en él. Tan pronto nos volvemos uno con ese Océano que es Dios, ya no hay más descanso para nosotros, ni tampoco tenemos necesidad de descansar más. Nuestro verdadero sueño es la acción, puesto que nos dormimos con el sueño de Dios en nuestro corazón. Este desvelo constituye el verdadero descanso. Esta agitación incesante constituye la clave de la paz inefable. Es
difícil describir este estado de entrega total».

Convocadas todas las fuerzas y potencialidades en su centro, el hombre que vive en oración continua puede actuar sin agotarse, porque vive inmerso en el mismo movimiento creador de Dios, abandonando su propia voluntad en la Suya en este estado de entrega total.
Al final de nuestro recorrido, vemos coincidir reposo y acción, así como posada y camino. Un camino que se ha convertido en río, y una posada convertida en mar, en ese Océano sin fondo que es Dios, en el que «somos, nos movemos y existimos» (/Hch/17/28).

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