sábado, 24 de noviembre de 2012

Año de la fe 3. El primer credo cristiano: Confesar a Jesús



Cristianos son aquellos que "confiesan" a Jesús, es decir, que confían en él... No creen en unos dogmas separados, sino en la persona de Jesús como mediador y enviado de Dios.
Así lo indica la primera confesión expresamente cristológica del Nuevo Testamento: "A todo el que me confesare ante los hombres, yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10, 32 par).
Confesar a Jesús, vivir desde Jesús
Esta es una confesión de entrega personal y de encuentro con Jesús y con aquellos en él representados, más que de teoría o verdades generales (como ciertos credos posteriores). No nos vincula con leyes o principios religiosos, sino con personas: Jesús y sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Ella nos sitúa en el centro del testimonio cristiano, orientado al amor concreto a los demás, no con puras palabras, sino con obras de servicio: dar de comer, de beber, acoger en la casa.

− Este es un credo o confesión a-titular, pues no incluye los títulos que la Iglesia ha dado a Jesús (Cristo, Hijo de Dios o Señor), sino el compromiso de seguirle, asumiendo su mensaje y movimiento. Esta unión a Jesús, transmitida de diversas formas y relacionada con el Hijo del Hombre (Hombre nuevo: cf. Lc 9, 26; 12, 8-9; Mc 8, 38), es base de todos los credos posteriores.
− Esta es una confesión que se expresa en la vida. Es eclesial (crea comunión) siendo supra-eclesial, pues desborda las fronteras de cualquier grupo cerrado: no traza una valla en torno a los puros, cumplidores de la alianza, sino que abre el amor de Dios, por medio de Jesús (mesías de enfermos y pobres, leprosos y excluidos), hacia los necesitados (Lc 10, 25-37). Centrándose en Jesús, amigo de pobres y excluidos, este mandato desborda las fronteras de toda institución, como sabrán los 'justos', que preguntan Señor ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer...? (cf. Mt 25, 31-46).
Esta primera confesión expresamente cristiana no incluye títulos mesiánicos de Jesús, ni recoge discusiones y matices sobre el contenido ontológico de su realidad humana o divina, sino que implica un encuentro con su persona y un compromiso en favor de su Reino, que se expresa acogiendo en la carne a los excluidos del sistema y superando la lógica sacral del talión, que parecían asumir algunos círculos judíos. Esta es una confesión de vida. Ciertamente, al fondo está Dios y al centro Cristo, pero ella no exige una fe expresa en sus títulos divinos. Ser cristiano, es decir, hombre mesiánico, implica amar a los demás (necesitados, enfermos, expulsados...) de un modo secular, no como sistema. Esta es una confesión abierta a los que aman gratuitamente, conozcan o ignoren a Jesús de un modo expreso. Él no ha venido a fundar una religión particular, como superestructura, sino a culminar la vida humana. Por eso podemos llamarle 'Palabra encarnada de Dios' (cf. Jn 1, 14), Hijo de Hombre (ser humano). Se confiesa cristiano (=humano) quien ama, así en gesto concreto de carne, a los demás humanos.
Así lo ratifica la confesión pascual, que no implica un rechazo de la historia de Jesús, sino al contrario: ratifica y mantiene el valor de esa historia, al servicio de los pobres. Esta es una confesión sorprendente y nueva: afirma que Dios ha resucitado de hecho a Jesús, culminando la historia de los hombres. Pero, al mismo tiempo, es la misma confesión antigua: asegura que la vida humana vale en la medida en que se entrega en gratuidad por los demás, invirtiendo las leyes del sistema. Sobre el mismo camino de muerte, donde todo se engendra y corrompe en el mundo, conforme a una ley de muerte inexorable, ha proclamado Dios la vida, resucitando en Amor a Jesús, amigo de los pobres.

Los cristianos descubren así que Jesús no era un simple mensajero de Reino, sino que lo encarnaba en su persona y obra.
Él cobra así una importancia que Moisés nunca tendrá en el judaísmo, ni Muhammad en el Islam, aunque su Sahada o confesión le distinga y eleve como profeta supremo. Judíos y musulmanes separan a Dios de tal forma que sus profetas (y todos los hombres) acaban siendo secundarios. Jesús, en cambio, expresa el valor divino de lo humano, es decir, la encarnación de Dios en los pobres y expulsados de la historia. En él se condensan y personifican las confesiones anteriores (llegada del Reino, amor a Dios y al prójimo), culminadas en el compromiso a-titular (a quien me confesare ante los hombres...). Lógicamente, la iglesia ha centrado en él su fe, elaborando así un credo histórico o, mejor dicho, personal, cristiano, centrando en Jesús la verdad de su mensaje. Estos son los elementos principales que están implicados en la nueva confesión, que toma forma cristológica:
− Pascua. La primera confesión cristiana es aquella donde los creyentes bendicen a Dios porque ha resucitado a Jesús de entre los muertos (Rom 4, 24: 10, 9; 1Cor 6, 4; Hech 13, 30). En sentido propio, más que cristológica, esta es una confesión teológica, pues se centra en Dios y le define como aquel que ha resucitado a Jesús de los muertos, avalando su vida y entrega de Reino. Ya no es sólo aquel que ha liberado de Egipto a los hebreos (conforme al contenido de los credos judíos), sino el que libera en Cristo a todos los humanos. Esta confesión no niega la vida de Jesús, sino al contrario, la ratifica, mostrando que ella permanece y culmina en la resurrección. La pascua no viene simplemente después, por sorpresa, de modo que podría no haber sido, sino que ella es la verdad de la historia de Jesús, como amor que triunfa del odio, gratuidad que vence a la muerte.
− Plenitud final o parusía. Lógicamente, los cristianos han ampliado la experiencia de pascua en línea de elevación y futuro. Por eso afirman en su credo final que Jesús está sentado a la derecha del Padre (cf. 1Ped 3, 22; Rom 8, 34; Ef 1, 20), ejerciendo de esa forma su autoridad de amor sobre la historia de los hombres (exaltación). Afirman finalmente que vendrá a juzgar a juzgar a vivos y muertos (Hech 10, 42; 1Ped 4, 5; 2Tim 4, 1), culminando y cumpliendo de un modo personal su primer anuncio: "el Tiempo se ha cumplido, llega el Reino" (plenitud de la esperanza). Pero hay una novedad: ahora sabemos que el Reino venidero se identifica con Jesús, que vincula y acoge en torno a su persona (en su amor pascual) a los expulsados de la historia, cojos-mancos-ciegos, hambrientos y cautivos, como sabe Mt 25, 3-46.
− Muerte. Es el escándalo supremo de la historia, el 'último enemigo' (cf. Gen 2-3; 1Cor 15, 26), de forma que el mismo Jesús ha sido derrotado por ella y por sus servidores, los agentes del sistema. Pero al morir por puro amor Jesús ha elevado su gran protesta de Reino contra los poderes de la muerte, de manera que el mismo Dios ha venido a revelarse en ella como principio de resurrección. Por eso, los cristianos confiesan que la muerte de Jesús es presencia suprema de gracia y vida. Esta es la revelación central del evangelio: "Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16; cf. Rom 8, 31-32). Dios no ha creado a los humanos para imponerles su dominio, ni para exigirles que cumplan sus mandatos, sino para introducirse en su camino, muriendo con ellos en debilidad y ofreciéndoles la gracia de su vida. Por eso se dice en el centro del credo: 'padeció bajo Poncio Pilato'.
− Vida histórica. Los cristianos antiguos no han sentido la necesidad de citar los momentos de esa vida en los credos oficiales (apostólico, niceno-constantinopolitano), que pasan de la concepción-nacimiento a la pasión-muerte (como los misterios del Rosario católico). Pero su valor es evidente: la historia de Jesús, sus palabra y acciones de Reino, su entrega hasta la muerte, es esencial para la fe, como han destacado los cuatro evangelios. Sólo son cristianos, de manera confesional-expresa, aquellos que han descubierto y reconocido a Dios en Jesús, profeta de la gracia creadora que, con su propia vida (en él se identifican palabras y acciones), abrió un camino de Reino, desde el reverso del sistema, en gracia y ternura, en esperanza para todos los humanos.
− Principio histórico, nacimiento mesiánico. Siguiendo la línea anterior, el misterio de la pascua se ha extendido hacia atrás, para confesar que Jesús nació 'de Dios' y por su gracia. De esa forma, sobre el testimonio del Nuevo Testamento (Lc 1, 28-36; Mt 1, 18-25; cf. Ignacio: Ef 18; Mgn 11; Tal 9), el primer credo 'apostólico' afirma que Jesús fue "concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María”. La iglesia ha rechazado de esa forma el riesgo doceta, que vería a Jesús como avatar divino, en línea hindú. En principio, la concepción por el Espíritu no implica una ruptura biológica, de forma que la 'virginidad' de su madre puede interpretare en sentido simbólico, sin implicaciones de sexo o biología (cf. Jn 1, 12-13). Pero gran parte de la iglesia, influida por un dualismo helenista, ha destacado esa ruptura biológica, poniendo así en riesgo la humanidad de Jesús. Hoy volvemos a saber que lo que importa no la presencia creadora de Dios en la carne humana, entendida como principio y lugar de encarnación de la Palabra divina (Jn 1, 14). Jesús ha introducido en la historia de las generaciones un germen de unidad y gracia que desborda la pura biología. Unidos con él, todos los creyentes nacen de manera virginal, pues el misterio de Dios se introduce en la carne humana, como muestra el símbolo bellísimo de la Virgen-Madre, mujer universal, que representa a todos los humanos.
− Principio divino: viene de Dios. En otra perspectiva, la tradición del Discípulo Amado (Jn 1, 1-14) ha presentado a Jesús como ser divino originario, Logos, Hijo eterno de Dios que se ha hecho carne en la historia humana. En esa línea se sitúa el credo conciliar de Nicea-Constantinopla, al oponerse a los arrianos y decir que "ha nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de Dios, de la misma naturaleza que el Padre". Jesús es, por tanto, la expresión carnal (=encarnación) del amor intra-divino: no es alguien que ha empezado sin ser antes, un accidente transitorio de la historia, sino que forma parte de la misma eternidad divina. Lo que Jesús ofrece en amor a los humanos no es algo que nace en un momento, inventado por acaso, contingencia de un tiempo que pasa, sino que brota de la esencia de Dios, como Palabra encarnada.
De esta forma se ha expresado la diferencia dogmática cristiana. En contra de lo que judíos y musulmanes han dicho y dirán sobre Moisés y Muhammad, los cristianos afirman que Jesús pertenece al misterio de Dios, pudiendo así unificar en comunión gratuita a todos los humanos. Por eso introducen su figura en un esquema de revelación trinitaria, junto al Padre y Espíritu Santo, aunque el credo que así han formulado sigue estando básicamente centrado en muerte y pascua de Jesús. Esta es la novedad cristiana: la Palabra de Dios se ha encarnado y mora (actúa) en la misma carne de la historia, que viene a presentarse así como principio de creatividad y comunicación en amor todos los humanos.
Los hombres no se unen ya por Ley (judíos), ni por un Corán que les llega desde fuera (musulmanes). Tampoco se vinculan por ideas superiores de bondad eterna (idealismo griego) o por las estructuras de un sistema neo-liberal moderno que domina sobre todos (y expulsa de sus beneficios a los más necesitados). Los seguidores de Jesús confiesan que Dios ha hablado ya y que su Palabra se ha hecho carne en Jesús, vida concreta, en dolor y en amor abierto a todos los humanos, desde la misma carne (no por Ley o Corán, por Idea o Sistema).
Lógicamente, al afirmar la encarnación de Dios (= et incarnatus est) en el canto de la liturgia solemne, los cristianos se han inclinado o arrodillado, no para humillarse ante Dios sino, todo lo contrario, para asumir su compromiso y gozo de encarnación a favor de todos os humanos. Esta encarnación de Dios nos sitúa en el centro de la carne, revelándonos así el valor divino de lo humano, y capacitándonos para vivir en comunión concreta de solidaridad de carne, no de leyes o de ideas. Por eso, los cristianos han destacado la figura e historia de Jesús, comunicación encarnada, principio personal de amor en el que todos pueden encontrarse, al dar la vida unos a otros y al hallarla unos en otros, en donación pascual y esperanzada, que se mantiene y nos mantiene en un nivel de carne (esto es, de comunión inmediata, personal), empezando por los excluidos del sistema.

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