Como
he venido indicando en los días anteriores, la confesión cristiana se
condensa en el despliegue de la historia personal de Jesús, Dios
encarnado. En ese contexto interpreta la iglesia el doble
mandamiento de amor (a Dios y al prójimo), lo mismo que la homologuía o
confesión a-titular antes señalada.
Pues bien, dando un paso más, la iglesia ha puesto al comienzo de su
credo histórico (centrado en la historia de Jesús, Dios encarnado) las tres homologuías o títulos que expresan su identidad de Jesús: es Cristo, Hijo de Dios, Señor del mundo.
Ciertamente, esos títulos los no pueden separarse de la 'historia' de
Jesús (desde su preexistencia a su parusía), pero expanden su sentido en
palabras de tradición venerable. No son para elevarnos sobre el mundo y
así negar la carne de Dios, sino para confirmar su sentido y avalar su
importancia.
Tres homologuías o confesiones básicas de la fe cristiana:
− 1ª Homologuía: Cristo. Tiene un origen
judeo-cristiano y está contenida en una palabra de Pedro (eres el
Cristo: Mc 8, 29 par), que ha dejado varias huellas en la tradición
sinóptica (Lc 9, 22; 19, 5.28) y en Juan (Jn 4, 26; 9, 22; 1Jn 2, 22; 5,
1). Ella define a Jesús como enviado de Dios y ejecutor de su obra
salvadora: principio y centro de la nueva humanidad mesiánica, centrada
en los pobres y expulsados del sistema. Por eso, los creyentes pueden
fiarse de él, aceptar su mediación, seguirle en el camino. Cuando los
cristianos olvidaron su raíz judía, esta confesión perdió sentido y el
título 'Cristo' se volvió segunda parte del nombre de Jesús, como sucede
en el símbolo actual: 'creo en Jesucristo...'. Pues bien, ella debe ser
actualizada, en la línea de la primera fe eclesial, para que podamos
recuperar la experiencia judía del mesianismo histórico, carnal, humano.
− 2º Homologuía: Hijo de Dios. Está especialmente
atestiguada en la tradición sinóptica en las escenas del bautismo (Mc 1,
11 par), transfiguración (Mc 9, 7 par) y tentación satánica (cf. Mt 4,
3.6 par; cf. 27, 40). El corpus de Juan la asume con frecuencia (Jn 1,
34; 1Jn 4, 15; 5, 5) y la formula de un modo personal: 'tú eres el Hijo
de Dios' (cf. Jn 1, 49). En principio, la identidad filial de Jesús no
es una cualidad ontológica, expresión de su naturaleza divina, sino que
destaca la importancia de su acción y su persona, como enviado del
Padre, en intimidad de conocimiento y amor (cf. Mt 11, 25-30). Pero
pronto ella será objeto de un desarrollo dogmático, que cristaliza en el
credo: "engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre,
Dios de Dios, luz de luz.”. La iglesia ratifica así la identidad de
Jesús, fijando sus diferencias respecto al judaísmo e islam.
− 3ª Homologuía: Señor. Suele decirse que es propia
del contexto helenista y que surgió cuando los cristianos de origen no
judío (que no entienden, por tanto, lo mesiánico) interpretaron a Jesús
resucitado como ser celeste que ha triunfado de la muerte y que preside y
enriquece por la pascua la existencia de sus fieles. Pero ella aparece
ya al principio de la iglesia y debe interpretarse también desde una
perspectiva judeo-cristiana: los seguidores de Jesús descubrieron pronto
que el mismo Dios-Sin-Nombre, que se reveló a Moisés como Zarza
Ardiente (cf. Ex 3), se les ha manifestado por Jesús, como Señor-Kyrios,
Dios hecho presente. Este título se ha expresado y transmitido en un
contexto de aclamación y culto: la comunidad se siente enriquecida por
la presencia del resucitado y confiesa su gozo cantando: “Jesús es
Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 11; cf. Rom 10, 9; 1Cor 12,
3). Así reconoce y asume el señorío de Jesús sobre todos los señores
sacrales y sociales de Israel o del imperio romano. Esta confesión se
expresa de un modo particular en el libro del Apocalipsis, definiendo a
los cristianos como representantes de una resistencia activa en contra
de otros tipos de confesión política, que sirven para esclavizar a los
humanos, sometiéndoles a las normas de un sistema imperial que tiende a
divinizarse a sí mismo, esclavizando a sus 'adoradores'.
Estas confesiones pueden y deben completarse con otras, que
presentan a Jesús como Palabra, Hijo del Hombre, Mediador de salvación o
Redentor universal, todas ellas vinculadas, porque se refieren al mismo
Jesús de la historia y de la pascua, mensajero del Reino de
Dios, resucitado por el Padre. En la base sigue estando la primera
confesión: el mandamiento de amor a Dios y al prójimo. Testigo y
garante, promotor y compendio de ese doble amor, que la iglesia ha
definido como Espíritu de Dios, es Jesús, que ha recibido la fuerza del
Espíritu en el bautismo (Mc 1, 9-11; cf. Mt 12, 28; Lc 4, 18-19), para
ofrecerlo a los creyentes en su pascua (cf. Jn 14-15), fundando así la
iglesia. De esa forma, la confesión cristológica (Jesús es
Cristo-Hijo-Señor, que ha nacido-muerto-resucitado) se integra en el
contexto más amplio del misterio total o confesión trinitaria, que
consta de tres artículos: Dios Padre, creador de todo lo que existe;
Cristo redentor, Dios encarnado); Espíritu Santo, que es la comunión de
amor de Dios, que se vincula con la iglesia.
De la confesión trinitaria a la comunión universal
Ahora podemos ya hablar de unos esquemas ternarios, donde al lado
del Padre y el Hijo aparece el Espíritu. Así distinguimos un Pneuma
(Espíritu), un Kyrios (Señor Jesús) y un Theos (Dios Padre; cf. 1Cor 12,
4-6), evocando aquellas fórmulas donde el Único Nombre (Dios, lo
divino) se concreta en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Mt 28, 19;
cf. 2Cor 13, 13). En ese fondo se han ido configurando los símbolos de
fe y vida cristiana, que desembocan en los credos oficiales, uno de tipo
pastoral (el Apostólico-Romano) y otro de tipo dogmático, fijado en los
concilios de Nicea (325) y Constantinopla (431); ellos reflejan el
'genio' judío y helenista de la iglesia, que ha fijado el contenido e
implicaciones de su fe, destacando el hacer (plano más judío) y el
entender (plano más helenista) de la fe.
Esos credos siguen centrados en la historia de Jesús
(preexistencia, nacimiento, muerte, pascua y venida final) y recogen sus
títulos fundamentales (es Cristo, Hijo de Dios, Señor), abriéndose a un
Origen-Principio, que es Dios Padre, y a una meta de Comunión-Vida, que
es el Espíritu. Así aparecen como símbolos de fe: no son declaraciones
de tipo conceptual ni argumentativo, sino revelaciones del misterio de
vida encarnado en Jesús, como ha venido destacando lo anterior. En su
centro sigue estando la experiencia de la 'carne' de Jesús, a favor de
los expulsados del sistema, en esperanza de resurrección.
− El Principio del Credo es Dios-Padre, que ahora aparece como
creador de cielo y tierra. Dios ya no es sólo el gran desconocido de Ex
3, 14 (soy el que soy), ni la pura Voluntad de poder del Corán, sino que
viene Manantial de amor, esto es, Padre que expresa y expande su vida
en la carne del Hijo Jesucristo. Esta cristianización de Dios resulta
esencial para la iglesia. No basta con decir que 'hay Dios', es
necesario descubrir y expresar su más hondo principio de vida por
Cristo, su Hijo, en amor encarnado y abierto en la carne hacia todos los
humanos (cf. Jn 1, 18).
− El Final o meta es el Espíritu de Vida-Comunión donde culmina toda realidad y se cumple la tarea de los hombres. Otras formas de entender la religión acaban dejándonos en manos del eterno retorno (todo da lo mismo o todo vuelve) o de un 'espíritu' alejado de vida-materia de la historia. Pero el Credo cristiano desemboca en la confesión del Espíritu que es propio de la 'carne' de Jesús, que así nos lleva al perdón, comunión y resurrección (precisamente de la carne).
− En medio sigue estando el Cristo-Hijo, a quien la iglesia ha descubierto como mediador universal, fuente de comunicación que viene del Padre y culmina en el Espíritu, vinculando en su entrega de amor (en la carne de su vida) a todos los humanos. Por eso, a pesar de sus posibles riesgos helenistas, los credos siguen siendo cristianos: cuentan la historia de Jesús, como historia del Dios encarnado, que asume la vida y acepta la muerte, sufriendo la violencia de la historia, para abrir a los humanos (por la misma carne) a la esperanza de la resurrección en el Espíritu.
− El Final o meta es el Espíritu de Vida-Comunión donde culmina toda realidad y se cumple la tarea de los hombres. Otras formas de entender la religión acaban dejándonos en manos del eterno retorno (todo da lo mismo o todo vuelve) o de un 'espíritu' alejado de vida-materia de la historia. Pero el Credo cristiano desemboca en la confesión del Espíritu que es propio de la 'carne' de Jesús, que así nos lleva al perdón, comunión y resurrección (precisamente de la carne).
− En medio sigue estando el Cristo-Hijo, a quien la iglesia ha descubierto como mediador universal, fuente de comunicación que viene del Padre y culmina en el Espíritu, vinculando en su entrega de amor (en la carne de su vida) a todos los humanos. Por eso, a pesar de sus posibles riesgos helenistas, los credos siguen siendo cristianos: cuentan la historia de Jesús, como historia del Dios encarnado, que asume la vida y acepta la muerte, sufriendo la violencia de la historia, para abrir a los humanos (por la misma carne) a la esperanza de la resurrección en el Espíritu.
Los credos reciben, según eso, una forma y estructura trinitaria.
Quienes los asumen descubren a Dios como Padre, acogen su manifestación
plena en Jesús (Hijo encarnado, mesías de los pobres) y se dejan
trasformar por el Espíritu, presencia divina de perdón y comunión para
todos los humanos. Hemos resaltado ya el sentido cristológico-carnal de
ese Credo, que sigue centrándose en Jesús y vinculando amor a Dios y al
prójimo necesitado. En esa misma línea se sitúa la confesión
antropológica del fin: "Creo en el Espíritu Santo: la Santa iglesia
católica, la Comunión de los santos, el Perdón de los pecados y la Vida
eterna". El Espíritu recibe así una forma 'carnal' en el más hondo
sentido del término. No es un poder inmaterial que nos separa del mundo o
la historia, para llevarnos a su más allá de pura eternidad, sino todo
lo contrario: el Espíritu de la creación de Dios y de la encarnación de
Cristo se expresa y actúa en una iglesia, que es la comunión de aquellos
hombres y mujeres que se saben llamados a vivir en unidad por la
Palabra, es decir, convocados por el anuncio y don de Cristo, sobre toda
descendencia o raza humana, sobre todo sistema de política o de
ciencia.
La iglesia del Espíritu de Cristo es, por tanto, esencialmente
católica, es decir, universal: expresa el don de Dios en la medida en
que vincula 'carnalmente' a los hombres, ofreciéndoles espacio de unidad
y encuentro en amor sobre el mundo. Lógicamente, el credo habla de la
Comunión entre los santos, esto es, entre aquellos a los que Dios mismo
ha llamado a la unidad de vida (todos los humanos), superando el pecado
que divide y oprime y el riesgo de la muerte (por eso culmina en la
resurrección de la carne). Estas palabras finales (iglesia católica,
comunión, perdón y resurrección de la carne) constituyen el centro y
culmen del evangelio, entendido como propuesta de gratuidad que vincula a
todos los humanos, por encima de los varios sistemas de opresión legal o
social, religiosa o económica del mundo.
Un tipo de sistema cerrado busca siempre su propio
triunfo, que desemboca al final en la muerte que impone sobre aquellos
que asume sus dictados. Por el contrario, el mensaje de Jesús, abierto a
todos los humanos como iglesia, desemboca en la Vida eterna,
que se alcanza por la entrega generosa y creadora de la vida, según el
evangelio, es decir, por la Resurrección de la Carne Entendido así, el
Credo cristiano, cuya génesis y sentido hemos ido evocando, presenta un
programa y camino de comunicación total, que vincula a los humanos por
Jesús, desde el Padre en el Espíritu, en misterio pascual de gratuidad.
Bibliografía:
A. Grillmeier, Jesucristo en la fe de la Iglesia, Sígueme,
Salamanca 1998; J. N. D. Kelly, Primitivos credos cristianos, Secr.
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creemos. Exposición del Símbolo de los Apóstoles, Sígueme, Salamanca
1980; B. Sesboüé y J. Wolinski, El Dios de la Salvación I, Sec.
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