viernes, 30 de noviembre de 2012

Año de la fe 4. Confesión cristológica: títulos mesiánicos



Como he venido indicando en los días anteriores, la confesión cristiana se condensa en el despliegue de la historia personal de Jesús, Dios encarnado. En ese contexto interpreta la iglesia el doble mandamiento de amor (a Dios y al prójimo), lo mismo que la homologuía o confesión a-titular antes señalada.
Pues bien, dando un paso más, la iglesia ha puesto al comienzo de su credo histórico (centrado en la historia de Jesús, Dios encarnado) las tres homologuías o títulos que expresan su identidad de Jesús: es Cristo, Hijo de Dios, Señor del mundo. Ciertamente, esos títulos los no pueden separarse de la 'historia' de Jesús (desde su preexistencia a su parusía), pero expanden su sentido en palabras de tradición venerable. No son para elevarnos sobre el mundo y así negar la carne de Dios, sino para confirmar su sentido y avalar su importancia.
Tres homologuías o confesiones básicas de la fe cristiana:
− 1ª Homologuía: Cristo. Tiene un origen judeo-cristiano y está contenida en una palabra de Pedro (eres el Cristo: Mc 8, 29 par), que ha dejado varias huellas en la tradición sinóptica (Lc 9, 22; 19, 5.28) y en Juan (Jn 4, 26; 9, 22; 1Jn 2, 22; 5, 1). Ella define a Jesús como enviado de Dios y ejecutor de su obra salvadora: principio y centro de la nueva humanidad mesiánica, centrada en los pobres y expulsados del sistema. Por eso, los creyentes pueden fiarse de él, aceptar su mediación, seguirle en el camino. Cuando los cristianos olvidaron su raíz judía, esta confesión perdió sentido y el título 'Cristo' se volvió segunda parte del nombre de Jesús, como sucede en el símbolo actual: 'creo en Jesucristo...'. Pues bien, ella debe ser actualizada, en la línea de la primera fe eclesial, para que podamos recuperar la experiencia judía del mesianismo histórico, carnal, humano.
− 2º Homologuía: Hijo de Dios. Está especialmente atestiguada en la tradición sinóptica en las escenas del bautismo (Mc 1, 11 par), transfiguración (Mc 9, 7 par) y tentación satánica (cf. Mt 4, 3.6 par; cf. 27, 40). El corpus de Juan la asume con frecuencia (Jn 1, 34; 1Jn 4, 15; 5, 5) y la formula de un modo personal: 'tú eres el Hijo de Dios' (cf. Jn 1, 49). En principio, la identidad filial de Jesús no es una cualidad ontológica, expresión de su naturaleza divina, sino que destaca la importancia de su acción y su persona, como enviado del Padre, en intimidad de conocimiento y amor (cf. Mt 11, 25-30). Pero pronto ella será objeto de un desarrollo dogmático, que cristaliza en el credo: "engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, Dios de Dios, luz de luz.”. La iglesia ratifica así la identidad de Jesús, fijando sus diferencias respecto al judaísmo e islam.
− 3ª Homologuía: Señor. Suele decirse que es propia del contexto helenista y que surgió cuando los cristianos de origen no judío (que no entienden, por tanto, lo mesiánico) interpretaron a Jesús resucitado como ser celeste que ha triunfado de la muerte y que preside y enriquece por la pascua la existencia de sus fieles. Pero ella aparece ya al principio de la iglesia y debe interpretarse también desde una perspectiva judeo-cristiana: los seguidores de Jesús descubrieron pronto que el mismo Dios-Sin-Nombre, que se reveló a Moisés como Zarza Ardiente (cf. Ex 3), se les ha manifestado por Jesús, como Señor-Kyrios, Dios hecho presente. Este título se ha expresado y transmitido en un contexto de aclamación y culto: la comunidad se siente enriquecida por la presencia del resucitado y confiesa su gozo cantando: “Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 11; cf. Rom 10, 9; 1Cor 12, 3). Así reconoce y asume el señorío de Jesús sobre todos los señores sacrales y sociales de Israel o del imperio romano. Esta confesión se expresa de un modo particular en el libro del Apocalipsis, definiendo a los cristianos como representantes de una resistencia activa en contra de otros tipos de confesión política, que sirven para esclavizar a los humanos, sometiéndoles a las normas de un sistema imperial que tiende a divinizarse a sí mismo, esclavizando a sus 'adoradores'.
Estas confesiones pueden y deben completarse con otras, que presentan a Jesús como Palabra, Hijo del Hombre, Mediador de salvación o Redentor universal, todas ellas vinculadas, porque se refieren al mismo Jesús de la historia y de la pascua, mensajero del Reino de Dios, resucitado por el Padre. En la base sigue estando la primera confesión: el mandamiento de amor a Dios y al prójimo. Testigo y garante, promotor y compendio de ese doble amor, que la iglesia ha definido como Espíritu de Dios, es Jesús, que ha recibido la fuerza del Espíritu en el bautismo (Mc 1, 9-11; cf. Mt 12, 28; Lc 4, 18-19), para ofrecerlo a los creyentes en su pascua (cf. Jn 14-15), fundando así la iglesia. De esa forma, la confesión cristológica (Jesús es Cristo-Hijo-Señor, que ha nacido-muerto-resucitado) se integra en el contexto más amplio del misterio total o confesión trinitaria, que consta de tres artículos: Dios Padre, creador de todo lo que existe; Cristo redentor, Dios encarnado); Espíritu Santo, que es la comunión de amor de Dios, que se vincula con la iglesia.
De la confesión trinitaria a la comunión universal
Ahora podemos ya hablar de unos esquemas ternarios, donde al lado del Padre y el Hijo aparece el Espíritu. Así distinguimos un Pneuma (Espíritu), un Kyrios (Señor Jesús) y un Theos (Dios Padre; cf. 1Cor 12, 4-6), evocando aquellas fórmulas donde el Único Nombre (Dios, lo divino) se concreta en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Mt 28, 19; cf. 2Cor 13, 13). En ese fondo se han ido configurando los símbolos de fe y vida cristiana, que desembocan en los credos oficiales, uno de tipo pastoral (el Apostólico-Romano) y otro de tipo dogmático, fijado en los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (431); ellos reflejan el 'genio' judío y helenista de la iglesia, que ha fijado el contenido e implicaciones de su fe, destacando el hacer (plano más judío) y el entender (plano más helenista) de la fe.
Esos credos siguen centrados en la historia de Jesús (preexistencia, nacimiento, muerte, pascua y venida final) y recogen sus títulos fundamentales (es Cristo, Hijo de Dios, Señor), abriéndose a un Origen-Principio, que es Dios Padre, y a una meta de Comunión-Vida, que es el Espíritu. Así aparecen como símbolos de fe: no son declaraciones de tipo conceptual ni argumentativo, sino revelaciones del misterio de vida encarnado en Jesús, como ha venido destacando lo anterior. En su centro sigue estando la experiencia de la 'carne' de Jesús, a favor de los expulsados del sistema, en esperanza de resurrección.
− El Principio del Credo es Dios-Padre, que ahora aparece como creador de cielo y tierra. Dios ya no es sólo el gran desconocido de Ex 3, 14 (soy el que soy), ni la pura Voluntad de poder del Corán, sino que viene Manantial de amor, esto es, Padre que expresa y expande su vida en la carne del Hijo Jesucristo. Esta cristianización de Dios resulta esencial para la iglesia. No basta con decir que 'hay Dios', es necesario descubrir y expresar su más hondo principio de vida por Cristo, su Hijo, en amor encarnado y abierto en la carne hacia todos los humanos (cf. Jn 1, 18).
− El Final o meta es el Espíritu de Vida-Comunión donde culmina toda realidad y se cumple la tarea de los hombres. Otras formas de entender la religión acaban dejándonos en manos del eterno retorno (todo da lo mismo o todo vuelve) o de un 'espíritu' alejado de vida-materia de la historia. Pero el Credo cristiano desemboca en la confesión del Espíritu que es propio de la 'carne' de Jesús, que así nos lleva al perdón, comunión y resurrección (precisamente de la carne).
− En medio sigue estando el Cristo-Hijo, a quien la iglesia ha descubierto como mediador universal, fuente de comunicación que viene del Padre y culmina en el Espíritu, vinculando en su entrega de amor (en la carne de su vida) a todos los humanos. Por eso, a pesar de sus posibles riesgos helenistas, los credos siguen siendo cristianos: cuentan la historia de Jesús, como historia del Dios encarnado, que asume la vida y acepta la muerte, sufriendo la violencia de la historia, para abrir a los humanos (por la misma carne) a la esperanza de la resurrección en el Espíritu.
Los credos reciben, según eso, una forma y estructura trinitaria. Quienes los asumen descubren a Dios como Padre, acogen su manifestación plena en Jesús (Hijo encarnado, mesías de los pobres) y se dejan trasformar por el Espíritu, presencia divina de perdón y comunión para todos los humanos. Hemos resaltado ya el sentido cristológico-carnal de ese Credo, que sigue centrándose en Jesús y vinculando amor a Dios y al prójimo necesitado. En esa misma línea se sitúa la confesión antropológica del fin: "Creo en el Espíritu Santo: la Santa iglesia católica, la Comunión de los santos, el Perdón de los pecados y la Vida eterna". El Espíritu recibe así una forma 'carnal' en el más hondo sentido del término. No es un poder inmaterial que nos separa del mundo o la historia, para llevarnos a su más allá de pura eternidad, sino todo lo contrario: el Espíritu de la creación de Dios y de la encarnación de Cristo se expresa y actúa en una iglesia, que es la comunión de aquellos hombres y mujeres que se saben llamados a vivir en unidad por la Palabra, es decir, convocados por el anuncio y don de Cristo, sobre toda descendencia o raza humana, sobre todo sistema de política o de ciencia.
La iglesia del Espíritu de Cristo es, por tanto, esencialmente católica, es decir, universal: expresa el don de Dios en la medida en que vincula 'carnalmente' a los hombres, ofreciéndoles espacio de unidad y encuentro en amor sobre el mundo. Lógicamente, el credo habla de la Comunión entre los santos, esto es, entre aquellos a los que Dios mismo ha llamado a la unidad de vida (todos los humanos), superando el pecado que divide y oprime y el riesgo de la muerte (por eso culmina en la resurrección de la carne). Estas palabras finales (iglesia católica, comunión, perdón y resurrección de la carne) constituyen el centro y culmen del evangelio, entendido como propuesta de gratuidad que vincula a todos los humanos, por encima de los varios sistemas de opresión legal o social, religiosa o económica del mundo.
Un tipo de sistema cerrado busca siempre su propio triunfo, que desemboca al final en la muerte que impone sobre aquellos que asume sus dictados. Por el contrario, el mensaje de Jesús, abierto a todos los humanos como iglesia, desemboca en la Vida eterna, que se alcanza por la entrega generosa y creadora de la vida, según el evangelio, es decir, por la Resurrección de la Carne Entendido así, el Credo cristiano, cuya génesis y sentido hemos ido evocando, presenta un programa y camino de comunicación total, que vincula a los humanos por Jesús, desde el Padre en el Espíritu, en misterio pascual de gratuidad.
Bibliografía:
A. Grillmeier, Jesucristo en la fe de la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1998; J. N. D. Kelly, Primitivos credos cristianos, Secr. Trinitario, Salamanca 1980; H. de Lubac, La fe cristiana, Sec. Trinitario, Salamanca 1988; G. Parrinder, Avatar y encarnación, Paidós, Barcelona 1993; X. Pikaza, Dios como Espíritu y Persona, Sec. Trinitario, Salamanca 1990; Id., Este es el hombre. Cristología bíblica, Sec. Trinitario, Salamanca 1997; Th. Schneider, Lo que nosotros creemos. Exposición del Símbolo de los Apóstoles, Sígueme, Salamanca 1980; B. Sesboüé y J. Wolinski, El Dios de la Salvación I, Sec. Trinitario, Salamanca 1995

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