Acoger a Dios
Jesús apareció en Galilea cuando el pueblo judío vivía una profunda crisis religiosa.
Llevaban mucho tiempo sintiendo la lejanía de Dios. Los cielos estaban
«cerrados». Una especie de muro invisible parecía impedir la
comunicación de Dios con su pueblo. Nadie era capaz de escuchar su voz.
Ya no había profetas. Nadie hablaba impulsado por su Espíritu.
Lo más duro era esa sensación de que Dios los había olvidado.
Ya no le preocupaban los problemas de Israel. ¿Por qué permanecía
oculto? ¿Por qué estaba tan lejos? Seguramente muchos recordaban la
ardiente oración de un antiguo profeta que rezaba así a Dios: «Ojalá
rasgaras el cielo y bajases».
Los primeros que escucharon el evangelio de Marcos tuvieron que
quedar sorprendidos. Según su relato, al salir de las aguas del Jordán,
después de ser bautizado, Jesús «vio rasgarse el cielo» y experimentó
que «el Espíritu de Dios bajaba sobre él». Por fin era posible el
encuentro con Dios. Sobre la tierra caminaba un hombre lleno del Espíritu de Dios. Se llamaba Jesús y venía de Nazaret.
Ese Espíritu que desciende sobre él es el aliento de Dios que crea
la vida, la fuerza que renueva y cura a los vivientes, el amor que lo
transforma todo. Por eso Jesús se dedica a liberar la vida, curarla y hacerla más humana.
Los primeros cristianos no quisieron ser confundidos con los discípulos
del Bautista. Ellos se sentían bautizados por Jesús con su Espíritu.
Sin ese Espíritu todo se apaga en el cristianismo. La confianza en
Dios desaparece. La fe se debilita. Jesús queda reducido a un personaje
del pasado, el Evangelio se convierte en letra muerta. El amor se enfría y la Iglesia no pasa de ser una institución religiosa más.
Sin el Espíritu de Jesús, la libertad se ahoga, la alegría
se apaga, la celebración se convierte en costumbre, la comunión se
resquebraja. Sin el Espíritu la misión se olvida, la esperanza
muere, los miedos crecen, el seguimiento a Jesús termina en mediocridad
religiosa.
Nuestro mayor problema es el olvido de Jesús y el descuido de su
Espíritu. Es un error pretender lograr con organización, trabajo,
devociones o estrategias diversas lo que solo puede nacer del Espíritu.
Hemos de volver a la raíz, recuperar el Evangelio en toda su frescura y verdad, bautizarnos con el Espíritu de Jesús.
No nos hemos de engañar. Si no nos dejamos reavivar y
recrear por ese Espíritu, los cristianos no tenemos nada importante que
aportar a la sociedad actual, tan vacía de interioridad, tan incapacitada para el amor solidario y tan necesitada de esperanza.
José Antonio Pagola
2 Domingo después de Navidad - B
(Juan 1,1-18)
(Juan 1,1-18)
4 de enero 2015
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